miércoles, 23 de junio de 2010

Discurso de Engels

Londres. 17 de marzo de 1883. Cementerio de Highgate. Entierro de Marx.

El 14 de marzo, a las tres menos cuarto de la tarde, el más grande pensador vivo dejó de pensar. Se había quedado solo por apenas dos minutos y, cuando regresamos, le encontramos en su sillón; pacíficamente se había quedado dormido, para siempre.

Con la muerte de este hombre han sufrido una pérdida inconmensurable tanto los proletarios militantes de América y Europa como la ciencia histórica. El vacío que ha quedado con la partida de este poderoso espíritu pronto se hará sentir.

Del mismo modo que Darwin descubrió la ley de desarrollo o naturaleza orgánica, así Marx descubrió la ley de desarrollo de la historia humana: el simple hecho –hasta ese momento oculto por una ideología desmedida- de que el hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener refugio y abrigo, antes de que pueda dedicarse a la política, a la ciencia, al arte, a la religión, etc.; y que, por lo tanto, la producción de los medios materiales inmediatos –y, en consecuencia, el grado de desarrollo económico obtenido por un pueblo o durante una época- forman los cimientos sobre los cuales se han desarrollado las instituciones del Estado, las concepciones legales, las artes, incluso las ideas religiosas de los hombres; y a la luz de las cuales se deben, por consiguiente, explicar (y no al revés, como hasta el momento has sido el caso).

Pero esto no es todo. Marx también descubrió la ley especial del movimiento que gobierna el día presente del modo capitalista de producción y la sociedad burguesa que ese modo de producción ha creado. El descubrimiento del valor superfluo repentinamente arroja luz al problema, al tratar de resolverlo con todas las investigaciones previas que, tanto los economistas burgueses y los críticos socialistas, han estado tanteando en la oscuridad.

Dos descubrimientos tales serían suficientes para una vida entera. Feliz el hombre a quien se le concede hacer incluso uno de tales descubrimientos. Pero en cada una de las áreas en las cuales Marx investigó –y él investigo muchas, muchas áreas, ninguna de ellas de manera superficial- en cada área, aun en aquellas de las matemáticas, él realizo descubrimientos independientes.

Así era el hombre de ciencia. Pero esto no era ni siquiera la mitad del hombre. La ciencia era para Marx una fuerza históricamente dinámica, revolucionaria. Por más grande que fuera la alegría con la cual recibía a un nuevo descubrimiento en alguna ciencia teórica cuya aplicación práctica fuera quizá imposible de concebir, él experimentaba otra clase de alegría cuando el descubrimiento implicaba cambios revolucionarios inmediatos en la industria y en el desarrollo histórico en general. Por ejemplo, él siguió muy de cerca los descubrimientos realizados en el campo de la electricidad y recientemente aquéllos de Marcel Deprez.

Ya que Marx era ante todo un revolucionario, su real misión en la vida era contribuir, de una manera u otra, al derrocamiento de la sociedad capitalista y de las instituciones estatales que se habían conformado, contribuir a la liberación del proletariado moderno, al cual él fue el primero en hacer consciente de su propia posición y de sus necesidades, consciente de las condiciones de su emancipación. La lucha era su elemento.

Y él peleaba con una pasión, una tenacidad y un logro tales que pocos podían ser capaces de rivalizar. A sus trabajos en diversos periódicos –el primer Rheinische Zeitung en 1842, The Paris Vorwarts en 1844, The Deutsche Brusseler Zeitung en 1847, The Neue Rheinische Zeitung entre 1848 y 1849, The New York Tribune entre 1852 y 1861- se deben sumar una enorme cantidad de panfletos, trabajos de organización en París, Bruselas y Londres y, finalmente, coronándolo todo, hay que agregar la formación de la gran Asociación de los Trabajadores –esto fue por cierto un logro del cual su fundador podía haber estado bien orgulloso aunque no hubiera hecho otra cosa más que eso.

Y, en consecuencia, Marx fue el hombre más odiado y calumniado de su tiempo. Los gobiernos, tanto los absolutistas como los republicanos, lo deportaron de sus territorios. Los burgueses, ya fueran conservadores ultrademocráticos, competían los unos con los otros en levantar calumnias en su contra.

Todo esto él lo desechaba como si fuera una telaraña, ignorándolo, respondiendo sólo cuando la extrema necesidad lo obligaba. Y murió amado, reverenciado y llorado por millones de compañeros trabajadores revolucionarios –de las minas de Liberia a California, en todas partes de Europa y América- y, si se me permite el atrevimiento, diré que quizá tuvo muchos oponentes pero ningún enemigo personal.

Su nombre perdurará a través de los tiempos y así lo hará también su obra.

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