martes, 20 de julio de 2010

Discurso de Fidel Castro

En Santiago de Cuba, 1 de enero de 1999.

Santiagueros; compatriotas de toda Cuba: trato de recordar aquella noche del primero de Enero de 1959; vivo y percibo de nuevo las impresiones y detalles como si todo estuviera ocurriendo en este mismo instante. Parece irreal que el destino nos haya deparado el raro privilegio de volver a hablarle al pueblo de Santiago de Cuba desde este mismo sitio cuarenta años después.

Antes del amanecer de ese día, al llegar la noticia de la fuga del tirano y los principales jefes de su oprobioso régimen ante el avance incontenible de nuestras fuerzas, sentí por algunos segundos una extraña sensación de vacío. ¿Cómo había sido posible aquella increíble victoria en sólo algo más de veinticuatro meses a partir del instante en que volvimos a reunir siete fusiles, el 18 de diciembre de 1956, después del durísimo revés que prácticamente aniquiló nuestro destacamento, para reanudar la lucha contra un conjunto de fuerzas militares que contaba con ochenta mil hombres sobre las armas, miles de cuadros de mando con preparación académica, moral elevada, atractivos privilegios, mito de invencibilidad jamás cuestionado, asesoramiento infalible y suministros seguros de Estados Unidos? Ideas justas que un pueblo valiente hizo suyas obraron el milagro militar y político. Los intereses ulteriores, baldíos y ridículos, para salvar lo que restaba de aquel sistema explotador y opresivo, fueron barridos por el ejército Rebelde, los trabajadores y el resto del pueblo en veinticuatro horas.

Nuestra pasajera tristeza en la victoria era la nostalgia de la experiencia vivida, el recuerdo fresco de los compañeros caídos a lo largo de la lucha, la conciencia plena de los compañeros caídos a los largo de la lucha, la conciencia plena de que aquellos años tan extraordinariamente difíciles y adversos nos obligaron a ser mejores de los éramos y a convertirlos en los más fructíferos y creadores de nuestras vidas. Teníamos que abandonar nuestras montañas, nuestros campos, nuestras costumbres de absoluta y obligada austeridad, nuestra vida tensa de perenne guardia frente a un enemigo que podía aparecer por tierra o por aire en cualquier instante de los 761 días que duró la guerra; la vida sana, dura, pura y de grandes sacrificios y peligros compartidos que hermana hombres y hace que florezcan sus mejores virtudes, la infinita capacidad de entrega, desinterés y altruismo que cada ser humano puede llevar en sí.

La enorme deferencia en medios y fuerzas entre el enemigo y nosotros, nos obligó a realizar imposibles. Baste decir que con fusiles y minas antitanques ganamos la guerra, luchando siempre en cada acción importante contra la artillería, los blindados y, en especial, la aviación enemiga, siempre presente de inmediato en cualquier acción de guerra.

Los fusiles y otras armas semiautomáticas y automáticas de infantería ligera era los que arrebatábamos al enemigo en combate, y el explosivo con que fabricábamos en rústicos talleres las minas contra blindados y la infantería acompañante provino siempre de la lluvia de bombas que lanzaban contra nosotros, algunas de las cuales no estallaban. La táctica infalible de atacar al enemigo en movimiento fue un factor clave. El arte de provocarlo a moverse de sus bien fortificadas y, por lo general, invulnerables posiciones, se convirtió en una de las mayores habilidades de nuestros mandos.

Las unidades enemigas de operaciones o sus guarniciones era cercadas, destruidos los refuerzos y obligadas a rendirse por hambre y sed bajo el fuego constante de nuestros tiradores, que día a día estrechaban el cerco sin ataques frontales, costosos en vidas, al no contar con los medios y armas adecuadas para ello. Lo que se aprendió en las montañas y cerrados bosques terminó aplicándose en pleno llano junto a carreteras asfaltadas, a la sombra de plantaciones de cítricos, arboledas de frutales e incluso cañaverales que servían de enmascaramiento a las tropas, por lo general bisoñas, dado el acelerado crecimiento de nuestras filas a medida que se ocupaban las armas, aunque siempre bajo la dirección de combatientes más experimentados, para asestar los golpes sorpresivos a los refuerzos. Terminó aplicándose el mismo método dentro de las propias ciudades, aislando las diversas posiciones de la guarnición.

Así se tomó en sólo tres días la ciudad de Palma Soriano, y así se concibió el plan de atacar y rendir la guarnición de cinco mil hombres de la plaza de Santiago de Cuba con el empleo de mil doscientos combatientes rebeldes. A través de la bahía de Santiago se habían introducido ya cien armas de las ocupadas en Palma para hincar el levantamiento, al quinto día del inicio de las operaciones que cercarían sucesivamente a los cuatro batallones que defendían la periferia.

Omito detalles más precisos de la idea concebida. Sólo señalo que había un combatiente rebelde por cada cuatro soldados enemigos. Jamás habíamos contado con una correlación de fuerzas más favorable.

En Guisa, a pocos kilómetros de Bayazo, se hincaron los combates con ciento ochenta hombres, que debieron luchar contra los refuerzos por una carretera asfaltada y otras vías desde esa ciudad donde se ubicaban la jefatura de operaciones del ejército enemigo y miles de sus mejores soldados con apoyo de tanques pesados. Después de once días de intensos combates, en que nuestras fuerzas creciendo con las armas que se ocupaban y algunos pequeños refuerzos, el 30 de noviembre de 1958 Guisa cayó en nuestras manos.

Esta batalla fue una demostración más de la extraordinaria combatividad que adquirieron nuestros soldados y de la celeridad con que actuaban. Cinco meses antes, en junio de ese mismo año, el enemigo había lanzado su última y aparentemente imbatible ofensiva contra la Comandancia General de La Plata, en la Sierra Maestra. Mas no éramos ya los bisoños combatientes que desembarcamos el 2 de diciembre de 1956. Tampoco éramos tan numerosos. La defensa fue iniciada con ciento setenta hombres aproximadamente. Reunidas las tropas, todavía muy reducidas, de Che, Camilo, Ramiro y Almeida, que recibieron instrucciones previas de moverse hacia las posiciones de la Columna I, objetivo estratégico de la ofensiva enemiga –es decir, todas nuestras columnas excepto las fuerzas del Segundo Frente Oriental, al mando de Raúl, demasiado distante en las montañas del noroeste para apoyar nuestro frente-, sumamos cuatro semanas más tarde alrededor de trescientos combatientes. Cientos de jóvenes voluntarios sin armas se entrenaban en la escuela de reclutas de Minas del Frío.

Honor y gloria eterna, respeto infinito y cariño para los que entonces cayeron.

Después de setenta y cuatro días de intensos combates, los batallones enemigos sufrieron cerca de mil bajas entre muertos, heridos y prisioneros, de las cuales quedaron en nuestro poder más de cuatrocientos cuarenta prisioneros, que fueron devueltos breves días después a través de la Cruz Roja Internacional. Escribo lo que recuerdo. Tal vez los historiadores puedan precisar mejor estos datos a partir de documentos nuestros que se conservan y los que más tarde fueron encontrados en los archivos del enemigo. Sí puedo afirmar que fueron capturadas más de quinientas armas con las que fueron siendo equipados los alumnos de la escuela, a medida que las íbamos arrebatando al enemigo, y finalizados los combates, sin pérdida de tiempo, con sólo novecientos hombres armados, avanzando en distintas direcciones, las columnas rebeldes invadieron el territorio dominado por el enemigo hasta el centro del país, con excepción de la extensa zona oriental ya controlada firmemente por el Segundo Frente Oriental Frank País, y crearon nuevos frentes de guerra que rápidamente se desarrollaron. Yo quedé en el puesto de mando con unos pocos hombres. Fue en el desarrollo de aquellas operaciones cuando el Che y Camilo, con aproximadamente ciento cuarenta hombres el primero –según mis recuerdos, sin consultar documento alguno- y alrededor de cien el segundo, realizaron una de las más grandes proezas entre las muchas que he conocido en los libros de historia: avanzar más de cuatrocientos kilómetros desde la Sierra Maestra, después de un huracán, hasta el Escambray, por terrenos bajos, pantanosos, infestados de mosquitos y de soldados enemigos, bajo constante vigilancia aérea, sin guías, sin alimentos, sin el apoyo logístico de nuestro movimiento clandestino, débilmente organizado en la zona de su larga ruta. Burlando cercos, emboscadas, líneas sucesivas de contención, bombardeos, arribaron a su meta. Tal era nuestra confianza en los combatientes que derrotaron la ofensiva enemiga; y lo más importante de todo, tal era la infinita confianza en ellos mismos y en sus legendarios jefes. Eran hombres de hierro. Recomiendo a los jóvenes leer y releer las hermosas narraciones contenidas en los Pasajes de la guerra revolucionaria escritos por el Che.

Y ya que casi involuntariamente he caído en estas reflexiones de nuestras luchas en la Sierra, para completar la historia de los acontecimientos que me condujeron de nuevo a esta querida ciudad aquel Primero de Enero, cuyo aniversario cuarenta conmemoramos hoy, les diré que el 11 de noviembre salí de La Plata con treinta hombres armados y mil reclutas desarmados.

Aquellos valerosos y abnegados jóvenes estaban más entrenados en hambre, bombardeos y carencia de todo que en las armas, ya que nunca había una sola bala disponible para entrenamiento en tiro real. Llegaban en oleadas entusiastas a la escuela, de todas partes; mas en aquellos tiempos sólo uno de cada diez soportaba aquellas condiciones. Ellos nutrían nuestras filas, eran más temerarios que nuestros viejos combatientes. Inspirados ya en las tradiciones y las historias que escuchaban, querían escribir en un día lo que otros hicieron en años.

Recogiendo pequeñas unidades rebeldes a lo largo de la marcha, más las armas de dos pelotones del ejército enemigo que se pasaron a nuestras filas, persuadidos por el entonces comandante Quevedo, quien fuera nuestro digno y valiente adversario en la batalla del Jigüe, y bajo el acuerdo de que no combatirían contra sus antiguos compañeros de armas, reunió nuestra larga columna una vanguardia de ciento aochenta hombres con armas de guerra. En Guisa, Baire, Jiguaní, Maffo y Palma Soriano, escenarios de numerosas acciones, ya con el apoyo de otras fuerzas a medida que avanzábamos, los reclutas colmaban sus sueños de lucha. Cubriendo en parte bajas por muerte, heridas o enfermedades de otros combatientes ya equipados, y con las armas capturadas, calculo que alrededor de setecientas, tomada Palma, todos los reclutas que salieron conmigo de La Plata seis semanas antes estaban armados y constituían una formidable tropa. Sólo en Palma se ocuparon trescientas cincuenta armas.

Debo señalar el hecho de que no todas las armas que ayudaron a convertir en soldados de primera línea a los jóvenes de nuestra escuela de las Minas del Frío fueron exclusivo de nuestros trofeos. A mediados de diciembre recibimos lo que a mi juicio constituyó la más apreciada ayuda en armas desde el exterior: ciento cincuenta fusiles semiautomáticos y un FAL automático para mí, enviados en nombre del pueblo venezolano por el contralmirante Larrazábal y la junta revolucionaria que había tomado el poder en Venezuela meses antes del triunfo cubano. Como es de suponer, esas armas entraron rápidamente en acción y participaron en los combates de Jiguaní, Maffo y Palma Soriano.

Por eso, al caer en nuestro poder Palma y Maffo, las armas no sólo alcanzaron sino que sobraron para armar a los combatientes desarmados, y pudimos enviar para el levantamiento de Santiago las cien mencionadas y un número importante a Belarmino Castilla, con instrucciones de cortar la retirada al batallón ubicado en Mayarí.

Ya que mencioné la ayuda venezolana, debo expresar que en nuestra lucha revolucionaria no recibimos suministros de armas y municiones del exterior, salvo en muy contados casos, de los cuales, con mucho, el más numeroso, casi tanto como los demás que recuerde o he oído mencionar, fue el de Venezuela. Más del 90 por ciento de las armas por municiones con que hicimos y ganamos la guerra, fueron arrebatadas al enemigo en combate. Eran sólo unos pocos miles, pero por principio inviolable todas absolutamente estaban siempre en primera línea.

Durante todo el año que acababa de transcurrir, han sido conmemorados los hechos que sólo en parte muy reducida he recordado.

Honor y gloria eterna, respeto infinito y cariño para los que entonces cayeron para hacer lo posible la independencia definitiva de la patria; para todos los que escribieron aquella epopeya en montañas, campos, ciudades, guerrilleros o luchadores clandestinos, a los que después del triunfo murieron en otras misiones gloriosas, o entregaron lealmente su juventud y sus energías a la causa de la justicia, la soberanía y la redención de su pueblo, a los que ya se murieron y a los que aún viven, pues si aquel Primero de Enero podía hablarse del triunfo alcanzado a cinco años, cinco meses y cinco días del 26 de julio de 1953, en este aniversario es preciso hablar, tomando el mismo punto de partida, de una lucha heroica y admirable de cuarenta y cinco años, cinco meses y cinco días. [Aplausos]

Para las generaciones más nuevas, la Revolución apenas comienza. Un día como este no tendría sentido si no se habla para ellas.

¿Quiénes son las que están aquí presentes? En su inmensa mayoría no son los mismos hombres, mujeres y jóvenes de aquel día. El pueblo al que me dirijo no es el pueblo de aquel Primero de Enero. No son los mismos hombres y mujeres. Es otro pueblo distinto, y a la vez el mismo pueblo eterno. [Aplausos]

El que así se expresa desde esta tribuna tampoco es exactamente el mismo hombre de aquel día. Es sólo alguien mucho menos joven, que se llama igual, que viste, que piensa igual, que sueña igual. [Aplausos]

De los 11.142.700 habitantes que constituyen la población actual del país, 7.190.400 no habían nacido todavía; 1.359.698 tenían menos de diez años de edad; la inmensa mayoría de los que entonces tenían cincuenta años y ahora tendrían como mínimo noventa –aunque son cada vez más numerosos los que sobrepasan esas edad- han fallecido.

Un 30 por ciento de aquellos compatriotas no sabían leer ni escribir; pienso que tal vez otro 60 por ciento no alcanzaba el sexto grado. Existían sólo algunas decenas de escuelas técnicas, institutos preuniversitarios, no todos al alcance del pueblo, y centros para la formación de maestros, tres universidades públicas y una privada. Profesores y maestros, veintidós mil. ¿Acaso un 5 por ciento de los adultos, es decir, más o menos doscientas cincuenta mil personas, podían tener más de sexto grado? Hay algunos datos que recuerdo.

Hoy, maestros con mucho mayor nivel y profesores en activo, hay más de doscientos cincuenta mil; médicos, setenta y cuatro mil; graduados universitarios, seiscientos mil. No existe un analfabeto, es rarísimo que alguien tenga menos de sexto grado. Es obligatoria la enseñanza hasta los nueve grados; todos los que la alcanzan, sin excepción, puede continuar gratuitamente sus estudios de nivel medio superior. No vale la pena acudir a datos absolutamente precisos y absolutamente exactos. Hay hechos que nadie se atreve a negar. Somos hoy, con orgullo, el país del mundo con mayor índice per cápita de educadores, médicos y profesores de educación física y deporte, y la más baja tasa de mortalidad infantil y materna entre todos los del Tercer Mundo.

No me propongo, sin embargo, hablar de estos y otros muchos avances sociales. Hay cosas mucho más importantes que éstas. Lo absolutamente real es que no existe comparación posible entre el pueblo de hoy y el de ayer.

El pueblo de ayer, analfabeto y semianalfabeto, sin apenas una verdadera y mínima cultura política, fue capaz de hacer la Revolución, defender la patria, alcanzar después una extraordinaria conciencia política e iniciar un proceso revolucionario que no tienen paralelo en este hemisferio ni en el mundo. Lo digo no por ridículo espíritu chovinista, o con la absurda pretensión de creernos ser mejores que otros; lo digo porque la Revolución que nacía aquel Primero de Enero, quiso el azar o el destino que fuese sometida a la más dura prueba a la que haya sido sometido proceso revolucionario alguno en el mundo.

Nuestro pueblo heroico de ayer y de hoy, nuestro pueblo eterno, con la participación ya de tres generaciones, ha resistido cuarenta años de agresiones, bloqueo, guerra económica, política e ideológica de la más poderosa y rica potencia imperialista que ha existido jamás en la historia del mundo. Su más extraordinaria página de gloria y firmeza patriótica y revolucionaria ha sido escrita en estos años de periodo especial, cuando nos quedamos absolutamente solos en medio de Occidente a noventa millas de Estados Unidos, y decidimos seguir adelante.

Ninguna causa es más importante que la causa de la propia humanidad. No es mejor que otros nuestro pueblo; su inmensa grandeza histórica deriva del hecho singular de habérsele sometido a esa prueba y haber sido capaz de resistirla. No se trata de un gran pueblo de por sí, sino de un pueblo engrandecido por sí mismo, y su capacidad de hacerlo nace de la grandeza de las ideas y la justeza de las causas que defiende. No hay otras iguales; no las ha habido jamás. No se trata hoy de defender con egoísmo una causa nacional; una causa exclusivamente nacional en el mundo de hoy, no puede ser por sí sola una gran causa; nuestro mundo, como consecuencia de su propio desarrollo y evolución histórica, se globaliza de manera rápida, incontenible e irreversible. Sin dejar a un lado identidades nacionales y culturales, e incluso los intereses legítimos de los pueblos de cada país, ninguna causa es más importante que las causas globales, es decir, la causa de la propia humanidad.

Tampoco es nuestra culpa o nuestro mérito que para el pueblo de hoy y de mañana la lucha iniciada el Primero de Enero tenga que convertirse inexorablemente en una lucha junto a los demás pueblos por los intereses de toda la humanidad. Ningún pueblo por sí solo, por grande y rico que sea –menos aún un mediano o pequeño país-, puede resolver por sí mismo y por sí solo sus problemas. Únicamente por visión estrecha, por miopía o ceguera política, o ausencia total de preocupación y sensibilidad por el destino humano, se puede negar esta realidad.

Pero las soluciones para la humanidad no vendrán de la buena voluntad de los que hoy se adueñan del mundo y lo explotan, aunque no puedan soñar o concebir otra cosa que el carácter perenne de lo que constituye el cielo para ellos y un infierno para el resto de la humanidad; infierno real y sin remedio posible.

El orden económico que hoy prevalece en el planeta caerá inevitablemente. Eso podría comprenderlo incluso un colegial que sepa sumar, restar, multiplicar y dividir lo suficiente para obtener un simple aprobado en aritmética.

Muchos acuden al infantil recurso de llamar escépticos a quienes hablen de esos temas. No faltan incluso los que sueñan con establecer colonias en la Luna o en el planeta Marte. No los critico por soñar. Tal vez, si lo logran, sería el sitio donde algunos puedan refugiarse, si no se detiene la brutal y creciente agresión al planeta que habitamos.

El sistema actual es insostenible, porque se sustenta sobre las leyes ciegas, caóticas, ruinosas y destructivas de la sociedad y la naturaleza.

Las propias teóricas de la globalización neoliberal, sus mejores académicos, expositores y defensores del sistema, se muestran inciertos, vacilantes, contradictorios. Hay mil interrogantes que no pueden ser respondidos. Es hipócrita afirmar que la libertad del hombre y la absoluta libertad de mercado son conceptos inseparables, como si las leyes de éste, que han originado los sistemas sociales más egoístas, desiguales y despiadados que ha conocido el hombre, fuesen compatibles con la libertad del ser humano, al que el sistema convierte en una simple mercancía.

Sería mucho más exacto decir que sin igualdad y fraternidad, que fueron lemas sacrosantos de la propia revolución burguesa, no puede haber jamás libertad, y que la igualdad y la fraternidad son absolutamente incompatibles con las leyes del mercado.

Las decenas de millones de niños en el mundo obligados a trabajar, a prostituirse, suministrar órganos, vender drogas para sobrevivir, los cientos de millones de personas sin empleo, la pobreza crítica, el tráfico de drogas, de inmigrantes, de órganos humanos, como el colonialismo ayer y su dramática secuela actual de subdesarrollo, y cuanta calamidad social existe en el mundo de hoy, se han originado en sistemas que se basaron en esas leyes. No es posible olvidar que la lucha por los mercados originó la espantosa carnicería de las dos guerras mundiales de este siglo.

Tampoco se puede ignorar que los principios del mercado son parte inseparable del desarrollo histórico de la humanidad, pero cualquier hombre racional tiene todo el derecho a rechazar la pretendida perennidad de tales principios de carácter social como base del ulterior desarrollo de la especie humana.

Los más fanáticos defensores y creyentes del mercado han terminado convirtiéndolo en una nueva religión. Surge así la teología del mercado. Sus académicos, más que científicos, son teólogos; es para ellos una cuestión de fe. Por respeto a las verdaderas religiones practicadas honestamente por miles de millones de personas en el mundo y a los verdaderos teólogos, podríamos sencillamente añadir que la teología del mercado es sectaria, fundamentalista y antiecuménica.

Por muchas otras razones, el orden mundial actual es insostenible. Un biotecnólogo diría que en su mapa genético aparecen numerosos genes que lo conducen a su propia destrucción.

Nuevos e insostenibles fenómenos surgen, que escapan a todo control de gobiernos e instituciones financieras internacionales. No se trata ya sólo de la creación artificial de fabulosas riquezas sin ninguna relación con la economía real. Tal es el caso de los cientos de nuevos multimillonarios que surgen al multiplicarse en los últimos años el precio de las acciones de las bolsas de valores en Estados Unidos, como un gigantesco globo que se infla hasta el absurdo con grave riesgo de que tarde o temprano estalle. Ya ocurrió en 1929, originando una profunda depresión que duró toda una década.

En agosto de este año, la simple crisis financiera de Rusia, que produce sólo el 2 por ciento del Producto Interno Bruto del mundo, hizo bajar el Dow Jones, índice insignia de la bolsa de valores de Nueva York, 512 puntos en un día. Cundió el pánico, amenazó con un Sudeste Asiático en América Latina y con ello un gran riesgo para la economía norteamericana. A duras penas han podido frenar hasta ahora la catástrofe. En esas acciones que se cotizan en las bolsas están los ahorros y fondos de pensiones del 50 por ciento de los norteamericanos. Cuando la crisis de 1929, era sólo el 5 por ciento y hubo numerosos suicidios.

En el mundo globalizado lo que ocurra en cualquier parte repercute de inmediato en el resto del planeta. El susto reciente ha sido grande. Los recursos de los países más ricos del mundo, convocados por Estados Unidos, se movilizaron para atajar o atenuar el incendio. No obstante, a Rusia se le quiere mantener al borde del abismo, y a Brasil se le exigen condiciones innecesariamente duras. El Fondo Monetario Internacional no se aparta un milímetro de sus principios fundamentalistas. El Banco Mundial se insubordina y denuncia.

Todo el mundo habla de una crisis financiera internacional, los únicos que nos se han enterado son los ciudadanos norteamericanos; han gastado más que nunca, y sus ahorros están por debajo de cero. No importa, sus transnacionales invierten el dinero de los demás. Tampoco importa el creciente déficit comercial, que alcanza ya los doscientos cuarenta mil millones. Privilegios del imperio que imprime la moneda de reserva del mundo. En los bonos de su Tesorería se refugian en masa los especuladores cuando hay crisis. Como el mercado interno es grande y se gasta más, la economía se mantiene aparentemente bien, aunque las ganancias de las corporaciones se han reducido. Megafusiones, euforia: suben de nuevo los precios de las acciones. Otra vez a jugar a la ruleta rusa. Todo seguirá eternamente bien. Los teóricos del sistema han descubierto la piedra filosofal. Todos los accesos están interceptados para que no penetren fantasmas que quiten el sueño. Ya no es imposible cuadrar el círculo. No habrá jamás crisis.

¿Pero es acaso el globo que se infla la única amenaza y el único juego especulativo? Un fenómeno que adquiere cada día proporciones fabulosas e incontrolables son las operaciones especulativas con las monedas. Como mínimo, ascienden a un millón de millones de dólares cada día. Algunos afirman que 1,5 millón de millones. Hace apenas catorce años esa cifra especulativa ascendía a sólo ciento cincuenta mil millones en un año. Posible confusión con las cifras. Cuesta trabajo expresarlas, y aún más traducirlas del inglés al español. Lo que en español se llama billón, es decir, un millón de millones, en inglés es trillón. Por su parte, el billón en inglés significa mil millones. Ahora se inventa el millardo, que significa mil millones tanto en español como en inglés. Estas dificultades del lenguaje expresan cuán difícil es seguir y comprender las fabulosas cifras que reflejan el nivel de especulación en el actual orden económico mundial. Esto lo pagan con el riesgo perenne de ruina de la inmensa mayoría de los pueblos del mundo. Al menor descuido, el asalto de los especuladores devalúa la moneda de cualquiera de ellos, y en cuestión de días liquidan sus reservas en divisas, acumuladas quizás en decenas de años. El orden mundial ha creado las condiciones para ello. Nadie en absoluto está ni puede estar seguro. Los lobos, agrupados en manadas y apoyados en programas computerizados, saben dónde atacan, cuándo atacan y por qué atacan.

Hay palabras que no pueden ser pronunciadas en el templo de los fanáticos del orden mundial impuesto.

Un Premio Nobel de Economía propuso hace catorce años, cuando estas especulaciones eran dos mil veces menores, un impuesto del 1 por ciento a cada operación especulativa de este tipo. Hoy el importe de ese 1 por ciento sería suficiente para desarrollar a todos los países del Tercer Mundo. Sería una forma de regulación y freno a tan nociva especulación. Pero, ¿regular? Eso choca con la más pura doctrina fundamentalista. Hay palabras que no pueden ser pronunciadas en el templo de los fanáticos del orden mundial impuesto. Ejemplos: regulación, empresa pública, programa de desarrollo económico, cualquier forma de planificación mínima, participación o influencia del Estado en el área económica. Todo eso perturba el idílico sueño del paraíso del libre mercado y la empresa privada. Todo debe ser desregularizado, incluso el mercado de la fuerza laboral. La ayuda al desempleo debe ser reducida a lo indispensable y mínimo para no sostener “vagos” y “holgazanes”; el sistema de pensiones debe restructurarse y privatizarse. El Estado debe ocuparse sólo de la policía y del ejército, para mantener el orden, reprimir protestas y hacer guerra. Ni siquiera es admisible que participe para nada en las políticas monetarias del Banco Central. Éste debe ser absolutamente independiente. Luis XIV realmente sufriría mucho porque sí él dijo “El Estado soy yo”, ahora tendría que añadir “No soy absolutamente nada”.

Aparte de la asombrosa especulación con las monedas, crecen de forma acelerada e increíble los llamados fondos de cobertura y el mercado de derivados, otra palabrita bastante nueva. No intentaré explicarlo. Es complicado. Requeriría tiempo. Basta decirles que se trata de un sistema adicional de juegos especulativos, otro casino enorme en que se apuesta con todo y de todo, basado en cálculos sofisticados de riesgos con empleo de computadoras, programadores de alto nivel y eminencias económicas. Explotan la inseguridad y emplean el dinero de los ahorristas de los bancos; no tienen prácticamente restricción alguna, obtienen ganancias enormes y pueden crear catástrofes.

Que el actual orden económico es insostenible lo evidencia la propia vulnerabilidad y endeblez del sistema, que ha convertido el planeta en un gigantesco casino, a millones de ciudadanos y en ocasiones a sociedades enteras en jugadores de azar, desvirtuando la función del dinero y de las inversiones, ya que aquéllos buscan a toda costa no la producción ni el incremento de riquezas en el mundo, sino ganar dinero con dinero. Tal deformación conducirá a la economía mundial a un inevitable desastre.

Un hecho reciente, ocurrido en Estados Unidos, ha sido motivo de escándalo y profunda preocupación. Uno de los fondos de cobertura de los que mencioné y traté de explicar en esencia, precisamente el más famoso de Estados Unidos, cuyo nombre, traducido al español, es Administración de Capital a Largo Plazo, y que cuenta con dos premios Nobel de economía y varios de los mejores programadores del mundo, y ganancias anuales superiores al 30 por ciento, estuvo a punto de una quiebra cuyas consecuencias habrían sido, al parecer, incalculables.

Apoyándose en el prestigio y confiando ciegamente en la inhabilidad de sus afamados programadores y sus premios nobel de Economía, con un fondo propio de cuatro mil quinientos millones de dólares, movilizó fondos de setenta y cinco bancos diferentes, ascendentes a ciento veinte mil millones de dólares para sus operaciones especulativas, es decir, obtuvo más de veinticinco dólares de préstamos por cada dólar propio del fondo. Tal procedimiento rompía todos los parámetros y supuestas prácticas financieras. Los cálculos y los programas fallaron. Las pérdidas fueron considerables; la quiebra, palabra dramática en esa esfera, inevitable. Era ya cuestión de días. El Sistema de la Reserva Federal de Estados Unidos acudió al rescate del fondo de cobertura. Esto estaba en contradicción con todo lo que predica Estados Unidos y sostiene la filosofía neoliberal, a partir de los que se considera una conducta irresponsable de una institución de ese carácter. Según los principios establecidos, el famoso fondo de resguardo debió arruinarse, la ley del mercado le daría una lección al imponer el correctivo pertinente. Se produjo el escándalo. El Senado citó a Greenspan, director del Sistema de Reserva Federal; fue llamado a declarar. Este alto funcionario, surgido de Wall Street, es considerado uno de los más expertos y eminentes responsables de la economía de Estados Unidos, se le atribuye el mérito principal de los éxitos económicos de la actual Administración, y en estos momentos recibe homenaje especial en los círculos financieros y en la prensa como el hombre que frenó la crisis de la Bolsa de Estados Unidos, al rebajar tres veces consecutivas la tasa de interés. Después del presidente, se le considera la persona más importante del país. Pues bien, este famoso y reconocido director declaró al Senado que, si no salvaba al fondo, se produciría una catástrofe económica que afectaría a Estados Unidos y al mundo entero.

¿Cuál es la solidez de un orden económico en el que la acción, calificada de aventurera e irresponsable, de una institución especulativa que poseía sólo cuatro mil quinientos millones de dólares, puede conducir a Estados Unidos y al mundo a un desastre económico? Cuando se observa tal endeblez y semejante falla inmunológica del sistema, podría diagnosticársele que padece de algo muy parecido al SIDA.

No deseo utilizar en esta ocasión más argumentos. Existen otros muchos problemas en la economía mundial. El orden prevaleciente se debate entre inflación, recesión, deflación, posibles crisis de superproducción, bajas sostenidas de los productos básicos. Países tan inmensamente ricos como Arabia Saudita tienen ya déficits presupuestarios y comerciales, a pesar de que exporta ocho millones de barriles diarios de petróleo. Los pronósticos optimistas de crecimiento se esfuman. No hay la menor idea de cómo se resolverán los problemas del Tercer Mundo. ¿Con qué bienes de capital, tecnologías, redes de distribución, créditos para la exportación, cuentan para buscar mercados, competir y exportar? ¿Dónde están los consumidores de sus productos? ¿Cómo se buscarán los recursos para la salud de África, cuyos veintidós millones de personas afectadas por el VIH requerirían, a los precios actuales, doscientos mil millones de dólares cada año para controlar una sola enfermedad? ¿Cuántos morirán mientras aparezca una vacuna protectora o un medicamento que elimine la enfermedad?

Ojalá no sea mediante crisis económicas catastróficas que aparezcan soluciones.

El mundo necesita una cierta dirección para enfrentar sus actuales realidades. Somos ya seis mil millones los habitantes en el planeta. Es casi seguro que en sólo cinco décadas más seamos nueve mil quinientos millones. Garantizar alimentos, salud, educación, empleo, ropa, calzado, techo, agua potable, electricidad y transporte para tan extraordinario número de personas que vivirán precisamente en los países más pobres, será un desafío colosal. Primero habrá que definir patrones de consumo. No podemos seguir implantando los gustos y modos de visa inspirados en el modelo despilfarrador de las sociedades industrializadas, lo que sería suicida además de imposible.

Hay que programar el desarrollo del mundo. Esa tarea no puede quedar en manos de las trasnacionales y de las ciegas y caóticas leyes del mercado. La Organización de Naciones Unidas constituye una buena base, reúne ya mucha información y experiencia; hay que luchar simplemente por democratizarla, poner fin a la dictadura del Consejo de Seguridad y a la dictadura dentro del propio Consejo, al menos ampliándolo con nuevos miembros permanentes donde el Tercer Mundo esté debidamente representado, con todas las prerrogativas que tienen los actuales miembros que ostentan ese carácter y cambiando las reglas para la toma de las decisiones. Hay que ampliar, además, las funciones y la autoridad de la Asamblea General.

Ojalá no sea mediante crisis económicas catastróficas que aparezcan soluciones. Miles de millones de personas del Tercer Mundo serían las más afectadas. Un elemental sentido de las realidades tecnológicas y del poder destructivo de las armas modernas nos obliga a pensar en el deber de impedir que los conflictos de intereses que inevitablemente se desatarán conduzcan a guerras sangrientas.

La existencia de una sola superpotencia, un orden económico global y asfixiante, hace difícil –tal vez imposible- que incluso una Revolución como la nuestra, si naciera hoy y no cuando pudo contar con un punto de apoyo, en un mundo que era entonces bipolar, pudiera sostenerse. Nuestro país contó, con el tiempo necesario para desarrollar una invencible capacidad de resistencia y desplegar a la vez, en la esfera internacional, la fuerte influencia de su ejemplo y su heroísmo para librar e.n todas las tribunas una gran batalla de ideas.

Los pueblos lucharán, las masas desempeñarán importante y decisivo papel en esas luchas, que en el fondo será su respuesta a la pobreza y los sufrimientos que les han sido impuestos; mil formas creadoras e ingeniosas de presión y acción política surgirán. Muchos gobiernos se verán desestabilizados por las crisis económicas y la ausencia de salidas dentro del sistema económico internacional establecido.

Vivimos una etapa en que los acontecimientos marchan por delante de la conciencia de las realidades que estamos padeciendo. Hay que sembrar ideas, desenmascarar engaños, sofismas e hipocresías, usando métodos y medios que contrarresten la desinformación y las mentiras institucionalizadas. La experiencia de cuarenta años de calumnias caídas sobre Cuba como lluvias torrenciales nos ha enseñado a confiar en el instinto y la inteligencia de los pueblos.

Los países de Europa han dado al mundo ejemplo de lo que puede lograrse mediante el ejercicio de la racionalidad y el empleo de la inteligencia. Después de siglos guerreando entre sí, comprendieron que incluso ellos, países industrializados y ricos, no podrían sobrevivir aislados. Soros, un conocido personaje del mundo de las finanzas, y su grupo, con un asalto especulativo, pusieron de rodillas a Gran Bretaña, otrora dueña de un gran imperio, reina incuestionada de las finanzas y poseedora de la moneda de reserva, papel que ahora desempeñan el dólar y Estados Unidos.

El franco, la peseta y la lira sufrieron los embates de la especulación. El dólar y el euro se vigilan mutuamente. Un adversario con perspectivas le ha surgido a la privilegiada moneda norteamericana. Estados Unidos apuesta ansiosamente a sus dificultades y fracaso. Sigamos de cerca los acontecimientos. Algunas en sus angustias, incertidumbres y dudas, buscan alternativas eclécticas. El mundo, sin embargo, no tiene otra alternativa a la globalización neoliberal, deshumanizada, moral y socialmente indefendible, ecológica y económicamente insostenible, que una distribución justa de las riquezas que los seres humanos sean capaces de crear con sus manos laboriosas y fecunda inteligencia. Cese la tiranía de un orden que impone principios ciegos, anárquicos y caóticos, que conduce a la especie humana hacia el abismo. Sálvese la naturaleza. Presérvese las identidades nacionales. Protéjanse las culturas de cada país. Que prevalezcan la igualdad, la fraternidad y con ellas la verdadera libertad. No pueden continuar creciendo las insondables diferencias entre ricos y pobres dentro de cada país y entre los países. Deben, por el contrario, disminuir progresivamente hasta cesar algún día. Que sea el mérito, la capacidad, el espíritu creador y lo que el hombre realmente aporte al bienestar de la humanidad; no el robo, la especulación o la explotación de los más débiles lo que determine el límite de las diferencias. Practíquese verdaderamente el humanismo, con hechos y no con hipócritas consignas.

La batalla de hoy es dura y difícil.

Queridos compatriotas: el pueblo libra la heroica lucha del período especial para salvar la patria, la Revolución y las conquistas del socialismo, avanza incontenible hacia sus metas, igual que los combatientes de Camilo y el Che de la Sierra Maestra al Escambray. Como dijo Mella, todo tiempo futuro tiene que ser mejor. Comprobémoslo en las metas que nos hemos trazado para 1999. Consolidemos y profundicemos, trabajemos, luchemos, combatamos con el espíritu con que lo hicieron nuestros heroicos compatriotas en Uvero, en los días gloriosos de la gran ofensiva enemiga, en las batallas y en los hechos que hemos recordado hoy. Ya dejamos atrás el revés de Alegría de Pío, pasamos por Cinco Palmas, ya hemos reunido fuerzas, ya somos capaces de vencer como trescientos vencieron a diez mil, ya somos mucho más fuertes, ya estamos seguros de la victoria. [Aplausos]
A todos nuestros compatriotas, especialmente a los jóvenes, les aseguro que los próximos cuarenta años serán decisivos para el mundo. Por delante tienen tareas incomparablemente más complejas y difíciles. Nuevas metas gloriosas los esperan, el inmenso honor de revolucionarios cubanos lo exige. Lucharemos por nuestro pueblo y por la humanidad. Y nuestra voz puede llegar y llegará muy lejos.

La batalla de hoy es dura y difícil. En la guerra ideológica, como en las contiendas bélicas, se producen también bajas. Los tiempos duros y las condiciones difíciles no todos tienen el temple necesario para resistirlos.

Les recordaba hoy que en medio de la guerra, bajo los bombardeos y sufriendo todo tipo de privaciones, de los jóvenes voluntarios que ingresaban en la escuela, uno de cada diez lo soportaba; pero ese uno valía por diez, por cien, por mil. Profundizar en la conciencia, formar carácter, educar en la dura escuela de la vida de nuestra época, sembrar ideas sólidas, utilizar argumentos que son irrebatibles, predicar con el ejemplo y confiar en el honor del hombre, puede lograr que, de cada diez, nueve permanezcan en sus puestos de combate junto a la bandera, junto a la Revolución y junto a la patria. [Aplausos]

¡Socialismo o muerte!

¡Patria o muerte!

¡Venceremos!



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