Casi todo el mundo parece estar muy contento porque el tanque ruso ha hecho mutis por el foro. Pues bien, lamento mucho dar la nota, siento –lo siento por mí– no unirme al coro, pero es que me resulta imposible. No es que me guste practicar el esnobismo de ir a contrapelo. Al contrario, lo detesto. Uno de mis mayores placeres (y declaro que el hedonismo es lo mío) consiste en no discrepar de la mayoría, sino coincidir con ella. (…) Pero (…) debo confesar, y confieso, que aquel ente mítico pero real, aquella fiera de plomo y acero (discúlpenme los estilistas del idioma por la vulgaridad de la metáfora, y los ingenieros armamentísticos por el presumible error metalúrgico) siempre fue objeto de mis amores. Sí, siempre amé, y sigo amando con pasión, con ternura, con devoción y con devoción y con delirio al carro de combate del Ejército Rojo, más conocido por ‘tanque ruso’.
Pese a mi extrema juventud (sólo llevo en este mundo cincuenta y cinco años), mis relaciones amorosas con el tanque ruso datan de muy atrás. Sin pretensiones de exactitud, me atrevería, sin embargo, a afirmar que mi affaire erótico con el tanque ruso dura ya cuarenta y cinco años. Todo comenzó, sin duda, cuando mi padre me habló por primera vez de aquellos tanques rusos que acudieron en ayuda de los milicianos y se lanzaron a contener el formidable embate de la no menos formidable máquina de guerra que italianos y alemanes habían puesto a disposición del general Franco.
(…) Siempre odié la guerra y la odio. Siempre amé la paz, y la amo. He aquí justamente la razón por la que el tanque ruso suscitó en mí tan hondos sentimientos de ternura, de admiración y solidario fervor. El tanque ruso enarbolaba la bandera de la hoz y el martillo, la roja bandera del comunismo internacionalista, esto es, la bandera de la paz, la razón, la Humanidad y la justicia. Ahora bien, si es cierto que el tanque ruso se convirtió en símbolo de la victoriosa revolución socialista decidida no sólo a terminar de una vez por todas con la barbarie capitalista en los territorios del antiguo imperio zarista, sino a frenar y contener dicha barbarie en el resto del mundo, también es cierto que otras armas en manos bolcheviques no eran menos merecedoras de ternura, fervor y solidaria admiración, como la artillería, pesada o ligera, la audaz y temible artillería soviética, como las baterías de cohetes Katiushka, los fusiles automáticos Kalashnikov o la aviación de caza, sin olvidar las bombas nucleares y sus misiles portadores, cuya existencia (conseguida con tan enormes sacrificios del pueblo soviético) logró impedir, a principios de los años cincuenta, que el imperialismo, con EE UU a la cabeza, continuara arrojando las suyas sobre ciudades indefensas, asesinando en un abrir y cerrar de ojos a centenares de miles de personas, como hizo en Hiroshima y Nagasaki.
Sí, lamento mucho herir la sensibilidad de las gentes de bien (…) si elijo estos tiempos que corren, justo éstos, para hacer mi elogio sentimental del tanque ruso. Pero es que a uno, francamente, le trae sin cuidado quedar mal ante la inmarcesible y viril inocencia que brilla en los ojos de los demócratas de hoy (fascistas de ayer y de siempre). Por eso no me privaré tampoco de proclamar que ando ahora preocupado sentimentalmente por las armas de Cuba, y que si en mi mano estuviera, le diría al gran Fidel: Comandante, acépteme estos cientos de bombas nucleares y sus correspondientes misiles. Acéptemelos, se lo ruego, en nombre de Euskadi. Pero, desdichadamente, no tengo bombas ni misil que regalar a la Revolución cubana, así que me veo obligado a limitar mi solidaridad a unos gramos de leche en polvo o penicilina, más que nada como símbolo del bloqueo de la isla y, también, como escupitajo contra la jeta de esos traidores, mafiosos, bandidos, canallas, ladrones y malnacidos que, en la patria de Lenin, han secuestrado, de momento, a mi bienamado tanque ruso.
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