Discurso dirigido a estudiantes. Estados Unidos, mayo de 1954.
Las últimas generaciones nos han dado una ciencia altamente desarrollada y una técnica, en calidad de don extraordinariamente valioso, que proporciona las posibilidades de la liberación y del embellecimiento de nuestra vida: un don jamás ofrecido a las anteriores generaciones. Pero al mismo tiempo, este don involucra, para nuestra existencia, peligros y amenazas como jamás han existido hasta ahora.
La suerte de la humanidad civilizada depende, en grado más alto que nunca, de las fuerzas morales que ella puede evocar. Por esa razón el problema que se plantea a nuestra época no es más fácil que los resueltos por las últimas generaciones.
Las necesidades que experimenta la humanidad en elementos de subsistencia y bienes de uso diario puede ser satisfecha, pues para crearlos se necesita una inversión de horas de trabajo mucho menor que anteriormente. Pero, en cambio, el problema de la distribución del trabajo y de los bienes producidos, se hizo más grave y más difícil de ser resuelto. Todos sentimos que el libre juego de las fuerzas económicas, la tendencia desordenada y desenfrenada por las posesiones y el poder por parte de los individuos aislados, ya no conducen de manera automática hacia una solución tolerable al problema. Se necesita una estudiada ordenación de la producción de bienes, de la inversión de la fuerza de trabajo y de la distribución de las mercaderías producidas, para evitar la exclusión amenazadora de fuerzas valiosas y productivas, y el empobrecimiento y embrutecimiento de grandes masas de población.
Si el ilimitado “sacro egoísmo” en la vida económica conduce a resultados perniciosos, él mismo es un dirigente aún peor en las relaciones mutuas entre las naciones. El desarrollo de la técnica militar es de tal importancia que la vida humana se va a tornar insoportable si no se encuentra en breve un camino hacia la prevención de la guerra: tanta importancia inviste este objetivo, y tan insatisfactorios e ineficaces son los esfuerzos realizados hasta ahora para hallar este camino.
Se trata de disminuir el peligro mediante la limitación de los armamentos y por medio de reglar prohibitivas en cuanto a la conducción de las guerras. Pero la guerra no es un juego de sociedad, durante el cual cada uno de los contrincantes se atiene a las reglas de juego establecidas. Cuando se trata del ser o no ser, las reglas y obligaciones pierden se fuerza. Sólo el repudio incondicional de la guerra, en general, puede ser de utilidad y eficacia. No basta, en la emergencia, la creación de una instancia internacional de arbitraje; la seguridad ha de estar afianzada mediante pactos y convenios, de tal manera que las resoluciones de aquella instancia habrían de ser cumplidas en común por todas las naciones. Sin esta seguridad, las naciones jamás tendrían el valor de desarmarse seriamente.
Imaginen por ejemplo, que los gobiernos norteamericano, británico, alemán y francés exigieran a Japón, bajo la amenaza de un total boicot comercial, la cesación inmediata de sus acciones bélicas contra China. ¿Creen ustedes que en Japón se encontraría un gobierno que tomaría a su riesgo la precipitación de su país a una aventura tan peligrosa? ¿Por qué entonces, no se procede así? ¿Por qué debe temblar por su existencia toda nación y todo individuo? Sencillamente, porque cada uno busca, en primer lugar, su mezquino bienestar momentáneo, sin avenirse a subordinarlo al bienestar y prosperidad de la comunidad.
Es por eso que les dije al principio que la suerte de la humanidad depende hoy, en mayor grado que nunca, de sus fuerzas morales. En todos los órdenes de la vida, el camino hacia la existencia alegre y feliz lleva a renuncias y limitaciones de la propia persona que ha de gozarlas.
¿De quiénes podrían surgir las fuerzas para esta clase de desarrollo espiritual? Sólo de aquellos a quienes se ofrece la posibilidad de fortificar se espíritu en los años juveniles mediante el estudio asiduo, y de poner en libertad sus aspiraciones espirituales. Así los contemplamos nosotros, los mayores, a ustedes, los jóvenes, con la esperanza de que, armados con sus mejores fuerzas, persigan y logren aquello que nosotros no hemos podido.
Las últimas generaciones nos han dado una ciencia altamente desarrollada y una técnica, en calidad de don extraordinariamente valioso, que proporciona las posibilidades de la liberación y del embellecimiento de nuestra vida: un don jamás ofrecido a las anteriores generaciones. Pero al mismo tiempo, este don involucra, para nuestra existencia, peligros y amenazas como jamás han existido hasta ahora.
La suerte de la humanidad civilizada depende, en grado más alto que nunca, de las fuerzas morales que ella puede evocar. Por esa razón el problema que se plantea a nuestra época no es más fácil que los resueltos por las últimas generaciones.
Las necesidades que experimenta la humanidad en elementos de subsistencia y bienes de uso diario puede ser satisfecha, pues para crearlos se necesita una inversión de horas de trabajo mucho menor que anteriormente. Pero, en cambio, el problema de la distribución del trabajo y de los bienes producidos, se hizo más grave y más difícil de ser resuelto. Todos sentimos que el libre juego de las fuerzas económicas, la tendencia desordenada y desenfrenada por las posesiones y el poder por parte de los individuos aislados, ya no conducen de manera automática hacia una solución tolerable al problema. Se necesita una estudiada ordenación de la producción de bienes, de la inversión de la fuerza de trabajo y de la distribución de las mercaderías producidas, para evitar la exclusión amenazadora de fuerzas valiosas y productivas, y el empobrecimiento y embrutecimiento de grandes masas de población.
Si el ilimitado “sacro egoísmo” en la vida económica conduce a resultados perniciosos, él mismo es un dirigente aún peor en las relaciones mutuas entre las naciones. El desarrollo de la técnica militar es de tal importancia que la vida humana se va a tornar insoportable si no se encuentra en breve un camino hacia la prevención de la guerra: tanta importancia inviste este objetivo, y tan insatisfactorios e ineficaces son los esfuerzos realizados hasta ahora para hallar este camino.
Se trata de disminuir el peligro mediante la limitación de los armamentos y por medio de reglar prohibitivas en cuanto a la conducción de las guerras. Pero la guerra no es un juego de sociedad, durante el cual cada uno de los contrincantes se atiene a las reglas de juego establecidas. Cuando se trata del ser o no ser, las reglas y obligaciones pierden se fuerza. Sólo el repudio incondicional de la guerra, en general, puede ser de utilidad y eficacia. No basta, en la emergencia, la creación de una instancia internacional de arbitraje; la seguridad ha de estar afianzada mediante pactos y convenios, de tal manera que las resoluciones de aquella instancia habrían de ser cumplidas en común por todas las naciones. Sin esta seguridad, las naciones jamás tendrían el valor de desarmarse seriamente.
Imaginen por ejemplo, que los gobiernos norteamericano, británico, alemán y francés exigieran a Japón, bajo la amenaza de un total boicot comercial, la cesación inmediata de sus acciones bélicas contra China. ¿Creen ustedes que en Japón se encontraría un gobierno que tomaría a su riesgo la precipitación de su país a una aventura tan peligrosa? ¿Por qué entonces, no se procede así? ¿Por qué debe temblar por su existencia toda nación y todo individuo? Sencillamente, porque cada uno busca, en primer lugar, su mezquino bienestar momentáneo, sin avenirse a subordinarlo al bienestar y prosperidad de la comunidad.
Es por eso que les dije al principio que la suerte de la humanidad depende hoy, en mayor grado que nunca, de sus fuerzas morales. En todos los órdenes de la vida, el camino hacia la existencia alegre y feliz lleva a renuncias y limitaciones de la propia persona que ha de gozarlas.
¿De quiénes podrían surgir las fuerzas para esta clase de desarrollo espiritual? Sólo de aquellos a quienes se ofrece la posibilidad de fortificar se espíritu en los años juveniles mediante el estudio asiduo, y de poner en libertad sus aspiraciones espirituales. Así los contemplamos nosotros, los mayores, a ustedes, los jóvenes, con la esperanza de que, armados con sus mejores fuerzas, persigan y logren aquello que nosotros no hemos podido.