viernes, 17 de septiembre de 2010

Marvin Harris sobre el marxismo (3)

La doctrina de la unidad de la teoría y la práctica
Justificar a ambos lados
Para rescatar la «ley de la historia» de Marx hemos de romper el dominio que el activismo político ejerce sobre los aspectos científicos de su contribución. Fue desde luego el mismo Marx el que insistió en que la ciencia social y la acción política eran inaceptables. Marx expresó por primera vez esta idea, que científicamente resulta inaceptable, en su crítica del filósofo Ludwig Feurbach: «Los filósofos han interpretado el mundo de varios modos; pero la cuestión es cambiarlo» Desde este punto de vista, la única teoría de la historia que puede valer la pena, es aquella que permita a los hombres hacer la historia. Y así, la única respuesta efectiva contra el reto que representan las interpretaciones distintas de la propia es probar que se equivocan, contribuyendo a que se realicen las predicciones de la teoría que uno sostiene.

Entre la prueba de «transformar el mundo» y el cumplimiento de las predicciones de conformidad con las normas del método científico hay un parecido superficial. Los ingenieros prueban que sus interpretaciones de las leyes de la aerodinámica y de la hidráulica son correctas cuando los aeroplanos que diseñan y ayudan a construir vuelan, o cuando las presas que diseñan y ayudan a construir retienen el río. Pero en la mayor parte de las ciencias, que no trabajan en el laboratorio la llamada unidad de la teoría y la práctica, no se puede aplicar. Nadie insiste en que los nuevos avances justifiquen sus respectivos modelos de la era glaciar provocando nuevos avances y retrocesos de los glaciares continentales, ni tampoco invitamos a las distintas explicaciones de los fenómenos meteorológicos a probar su verdad produciendo galernas.

En las ciencias históricas, la doctrina de la unidad de la teoría y la práctica resulta superflua por la posibilidad de someter las predicciones que se hagan a la prueba no de los acontecimientos futuros, sino de los acontecimientos pasados. Es decir, no hay razón por la que las ciencias sociales no puedan someter sus teorías a la prueba de la retrodicción y no a la de la predicción. Así, la retrodicción de la agricultura de regadío artificial en las mesetas mesoamericanas en el periodo formativo hace superfluo que un arqueólogo establezca la verdad de su teoría construyendo acequias de regadío. Basta con que el arqueólogo encuentre las pruebas de que en otro tiempo existieron esas acequias. De igual modo, si se sospecha que hay una correlación entre la filiación patrilineal y la terminología omaha del parentesco, la evidencia de los casos ya extintos es tan aceptable como la de los casos presentes o futuros y, en cambio, contribuir a la construcción de una terminología del tipo de la omaha es algo que no viene a cuento.

La amenaza de la política


La insistencia marxista en la unidad de la teoría y la práctica contiene una amenaza implícita contra la norma más fundamental del método científico, a saber: la obligación de exponer los datos honestamente. El propio Marx tuvo buen cuidado de colocar la responsabilidad científica por encima de los intereses de clase. Según Wittfogel, Marx exigía que los estudiosos se orientaran por los intereses del conjunto de la humanidad y buscaran la verdad de acuerdo con las necesidades inmanentes de la ciencia, sin preocuparse de cómo pudiera afectar esto al destino de una clase particular, ya fuera la de los capitalistas o la de los propietarios o la clase obrera. Marx elogiaba a Ricardo por adoptar esta actitud que en su opinión era «no sólo científicamente honesta, sino también científicamente necesaria». Por la misma razón llamaba «malvada» a cualquier persona que subordinara la objetividad científica a otros fines extraños: «[…] al hombre que intente acomodar la ciencia a puntos de vista que no se deriven de los intereses de la propia ciencia (aunque sea erróneos), sino ajenos y externos a ella, a un hombre así yo lo llamo “malvado”».

Mas Wittfogel sigue adelante acusando a Marx de «violar sus propios principios científicos» al negarse tenazmente a aceptar que en el Estado oriental era la burocracia la que constituía la clase dominante. Independientemente de las que fueran las intenciones de Marx, lo evidente es que una ciencia ligada explícitamente a un programa político está peligrosamente expuesta a la posibilidad de que los valores de ese programa lleguen a obtener prioridad sobre los valores de la ciencia. Históricamente es indiscutible que tanto Lenin como Stalin estuvieron totalmente dispuestos a pervertir los criterios con tal de probar en la práctica lo que sus teorías predecían. Como Wittfogel ha señalado:

"Partiendo de la tesis de Lenin de que toda la literatura socialista debe ser literatura de partido, que tiene que unirse al movimiento de la clase realmente más progresiva y más consecuentemente revolucionaria desprecian la objetividad y en su lugar ensalzan el partidismo de la ciencia."
La admisión de que a un movimiento proletario concreto puedan faltarle las condiciones para alimentar la conciencia de clase debilita necesariamente el potencial revolucionario de este movimiento. Si lo que importa es cambiar el mundo, y no interpretarlo, el sociólogo marxista no deberá vacilar en falsificar los datos para hacerlos más útiles. La ética de la ciencia social se deriva primariamente de la lucha de clases, y en esa lucha como en todas las guerras la información es un arma importante. Parece entonces que el filósofo marxista ha de gozar del permiso de alterar sus datos del modo que más útil resulte para ayudar a cambiar el mundo, sin más limitaciones que las que en tiempo de guerra se suelen imponer a la propaganda, o sea, las que se derivan por una parte del hecho de que la repetición de falsificaciones incesantes corre el riesgo de arruinar la credibilidad y producir la autoderrota, y por otro, de que la aceptación de la propaganda propia puede llegar a destruir con el tiempo las bases objetivas de la acción. No hay duda de que los persistentes errores que en la interpretación de la estructura de las clases de los Estados Unidos cometieron los observadores comunistas de la época de Stalin en parte son un reflejo de esta unidad de la teoría y la práctica. De modo similar, la incapacidad que demuestran los teóricos marxistas para denunciar los errores más patentes de Morgan es también un reflejo de la tendencia que la ciencia social politizada tiene a degenerar en rígido dogmatismo. Wittfogel ha demostrado cómo los ideólogos del Partido Comunista Soviético trataron incluso, y con éxito, de censurar un concepto del propio Marx, el de modo de producción oriental, como parte de la preparación del camino para la difusión del comunismo en China.

Como es natural, los marxistas no son los únicos cuyos hechos y cuyas teorías resultan vulnerables a las tendencias políticas. Consciente o inconscientemente, son muchos los antimarxistas que aceptan la idea de que los fines políticos deben tener prioridad sobre los científicos y, en consecuencia, suprimen o alteran aquellos datos que corroboran la interpretación marxista de la historia. Como ya antes tuve oportunidad de decir, la neutralidad ética y política en el campo de la ciencia social es una condición límite a la que no es posible llegar a través de una postura de indiferencia. No podemos confiar en el investigador que predica el partidismo de la ciencia, pero tampoco en aquel que profesa una apatía política completa. Exigimos, y es natural que lo hagamos, que toda investigación se base en la ética científica de la fidelidad a los datos. Pero también tenemos que exigir que se declaren explícitamente las hipótesis que orienten la investigación y que el investigador reconozca y declare sus implicaciones políticas y morales, tanto activas como pasivas.

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