Heme aquí en la cabina, sentado frente a los mandos de mi planeador, esta cara criatura mía, que vibra y zumba a causa de las sacudidas del cable elástico cuerda de caucho trenzada que el personal de tierra ha extendido para el lanzamiento del aparato. Todo en él ha sido minuciosamente pensado, todo ha sido calculado al milímetro. Cada clavo y cada tornillo están en el sitio debido; cada remache se ha realizado en el ojal correspondiente; cada palanca ha sido cortada, forjada y soldada convenientemente. Ahí la tienen ustedes, esta máquina extraordinaria y, al mismo tiempo, tan simple que es un planeador.
Tan simple, en efecto, que en la Rusia medieval o en la Grecia clásica o, aún antes, en la India de la antigüedad, existían ya los artesanos y los materiales necesarios para construir un planeador capaz de volar centenares de kilómetros y de mantenerse en el aire durante horas enteras. Faltaba sólo un pequeño detalle: el cómo. La humanidad iba a necesitar dos o tres mil años para resolver un problema aparentemente sencillo: ensamblar convenientemente trozos de madera y de tela y unos cuantos elementos de metal para construir lo que hoy conocemos con el modesto nombre de planeador.
El piloto de un planeador por definición, carece de motor adquiere una experiencia del vuelo planeado que comienza con las primeras sacudidas del cable elástico para continuar planeando siempre, siempre hacia el suelo, aun cuando el aparato se eleve gracias a una corriente ascendente de aire.
La regla de oro que el piloto debe aprender a respetar es "mantener la velocidad". No hay motor y, por tanto, tracción de la hélice; imposible tirar de lar manecilla del gas ni ganar altitud tirando hacia atrás de la palanca de mando. Lo único que queda es planear hacia adelante y hacia abajo, siempre, sin distraerse, sin perder velocidad, para no caer. Un buen piloto logrará hacer un medio rizo, incluso un rizo completo, si se halla a una altitud suficiente. Pero si está, digamos, a 50 o 100 metros de altura, mejor es que no lo intente.
En el minuto en que uno siente o tiene la ligera sospecha de que está disminuyendo la velocidad de planeo, la mano se apoya automáticamente en la palanca de mando.
En una cabina abierta se siente la velocidad en todo el cuerpo: en el rostro, en las cejas, en los oídos. La indican además la inclinación del planeador, la presión de la palanca, el ruido de los montantes, el silbido de la corriente de aire, la vibración de la cabina. Adelante y hacia abajo siempre, adelante y hacia abajo.
Pero hoy el instructor de vuelo me lleva a realizar con él unas cuantas acrobacias aéreas en un avión normal, para "mejorar mi destreza".
El motor del avión es de pequeña potencia. El instructor y yo subimos a la cabina. No hay paracaídas. En 1932 el salto en paracaídas comenzaba apenas a ser un deporte popular. Tanto en un planeador como en un avión pequeño se volaba sin paracaídas. ¿Para qué podía servir? Incluso el cinturón de seguridad estaba mal visto.
Tomamos, pues, asiento en el avión como si lo hiciéramos en el banco de un parque. El aparato rueda un poco sobre la pista y antes de que nos demos cuenta estamos ya en el aire.
Bosquecillos de color esmeralda, manchas amarillas de la hierba seca, cuadrángulos y rectángulos de campos bañados por el sol pasan como relámpagos bajo las alas verdes de nuestro biplano.
Comienzo algunos virajes en vertical. El capó del avión va puntuando el horizonte. Me instalo firmemente en mi asiento. Y aparecen en sucesión una bahía, una cadena de acantilados color lila, la estepa, montañas, el mar, girando todo en un remolino resplandeciente e irisado. La presión de los alerones se acentúa sobre la palanca, que debo sujetar con ambas manos.
Salimos del viraje. El avión, obediente como un perro amaestrado, sigue ahora un vuelo horizontal. Altitud: 800 metros.
-Bien. Ahora un rizo grita el instructor. ¡En picado!
Empujo la palanca hacia adelante. El avión se inclina verticalmente, cada vez más, y aceleramos... 120, 140, 160 kilómetros por hora.
-Tira de la palanca
Obedezco. Me apoyo lo más fuertemente que puedo contra el respaldo de mi asiento. El morro del avión se eleva, el horizonte viene a nuestro encuentro y luego desaparece bajo el aparato.
-Tira aun más grita el instructor.
Mientras nos elevamos disminuye la velocidad y henos aquí con las ruedas hacia arriba. El ruido del motor disminuye : el instructor ha reducido el gas al mínimo. Picamos y volvemos a subir. Desde atrás surge el horizonte, bañado en la luz del mar. Mi compañero tira de la manecilla del gas. ¡Ya era hora!
-¡Otra vez!
Y hago un nuevo rizo a la Nestérov [1].
-Y ahora volemos boca abajo.
Nuevamente tomamos impulso. Dirijo el avión hacia el horizonte, la palanca de mando completamente hacia atrás, empujando a fondo el pedal izquierdo del timón de fondo. El aparato, se inclina hacia la izquierda y me siento brutalmente empujado contra el respaldo, el avión gira en redondo y ahora vuela con las ruedas hacia arriba. Pero entonces puede más el irrefrenable reflejo condicionado del piloto de planeador. Mi mano, respondiendo a un impulso irresistible, pone la palanca en punto neutro. Tengo entonces la sensación de que me lanzaran de mi asiento y... En ese instante, la única parte del avión de la que tengo conciencia, lo único que me une a él, es el puño forrado con cuerdas de la palanca de mando. Pero, en ese mismo segundo, la palanca, como movida por un resorte, vuelve hacia mí, y nuevamente me hundo en mi asiento.
Es el instructor quien, al accionar su propia palanca, ha rectificado la trayectoria curva del vuelo que yo había roto, restableciendo así la fuerza centrípeta que nos mantenía en nuestro asiento.
Y era justo el momento. Una distracción de una fracción de segundo y nuestro pequeño y sumiso biplano nos habría lanzado fuera, dejándonos flotando en el aire, sin paracaídas, a unos pocos centenares de metros sobre una ladera rocosa, pensando en lo útiles que pueden ser, después de todo, los cinturones de seguridad.
AN-22. Foto tomada en el yacimiento de gas de Medvezhie, en el Norte soviético
Nota:
[1] Piotr N. Nestérov (1887-1914), ingeniero y aviador ruso a quien se deben numerosos trabajos destinados a aumentar la capacidad de maniobra del avión. Adelantado de la acrobacia aérea, realizó por primera vez en 1913 el llamado "rizo a la Nestérov”.
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