miércoles, 17 de noviembre de 2010

Sobre el traidor Solzhenitsyn (3)


El primer aniversario de su expulsión de la Unión Soviética, Solzhenitsyn lo conmemoró publicando en París un libro de memorias: Cómo arremetió el ternero contra el roble. Ensayos de la vida literaria. Desde sus páginas emerge la repugnante imagen del autor: hipócrita y santurrón. ¿Para qué, entonces, su autodesenmascaramiento? Esto se puede entender cabalmente sólo después de ponerlo en el contexto de la táctica de la guerra psicológica. Antes ya se ha hablado de las extraordinarias revelaciones hechas por Redlich en la primavera de 1975. En ese mismo tiempo vio la luz “el ternero” solzhenitsyano. No es una simple coincidencia. También la CIA se está dando prisa ahora en presentar un nuevo y extenso informe de la labor realizada por su contratista literario. ¡Véanlos, léanlos: ahí están nuestros logros, así es como estamos librando la guerra psicológica!

Sin pecar de exagerado, cabe afirmar que el libro en cuestión es la visión de la realidad soviética por los ojos de la CIA. Un documento de la CIA—UPT evaluando la situación en la URSS a finales de los años 60, hablaba de la existencia de una “clandestinidad del piso alto” y otra del “piso bajo”. “El cordón umbilical que liga esas dos 'clandestinidades' son los grupos y las figuras que han aflorado llegando a ser conocidas en el país... La figura de Solzhenitsyn es característica del 'piso bajo'...” Por subir en precio a los ojos de la CIA, Solzhenitsyn relata con suma fanfarronería cómo había intentado crear la clandestinidad antisoviética: “Una amistad trabada por acá; a través de ella, otras más; una frase acordada escrita en una carta o dicha durante un encuentro, por allá; y un día, se despierta uno diciéndose: ¡Caramba! ¡Si hace tiempo que me he hecho militante de la clandestinidad!”

A título de informe y aleccionamiento a sus seguidores, expone detalladamente la táctica que había empleado para tratar de colar libelos antisoviéticos en la prensa soviética; pero, apenado, se convenció de que no lograba aprovechar los medios masivos de información del Estado soviético para especular en torno al culto a la personalidad. El tema de los centros penitenciarios iba perdiendo utilidad como medio de labor subversiva. Por lo tanto hacía falta cambiar la táctica, y sin pérdida de tiempo: publicar en Occidente obras escritas sobre ese tema.

Corría el verano boreal de 1968. Estaba terminado El archipiélago Gulag, el arma más poderosa, en opinión de Solzhenitsyn, contra la Unión Soviética. No era, sin embargo, fruto de la creatividad
individual, sino el balance de los esfuerzos desplegados tanto por organismos estatales de los EE.UU. como por anticomunistas individuales. Tanto el título como el temario se debieron a investigaciones que ya habían sido realizadas. Entre 1946 y 1950, el Departamento de Estado y la AFL confeccionaron el mapa GULAG, el cual fue editado en masa en 1951. En septiembre de 1954, el Departamento de Estado editó un informe oficial sobre “el trabajo forzado” en la URSS. Lo único que le tocaba hacer a Solzhenitsyn era generalizar todos estos materiales y poner al pie su nombre, es decir, personificarlos en provecho de la guerra psicológica que libra la CIA.

Hagámonos la siguiente pregunta: si bien esa “arma” de tremenda fuerza de impacto —en opinión de Solzhenitsyn y, seguro, de la CIA también— fue fabricada en 1968, ¿por qué se publicó en Occidente solamente al cabo de más de cinco años? El 2 de junio de 1968, escribe Solzhenitsyn, El Archipiélago estaba terminado, filmado en rollo y encapsulado... Su envío será una aventura, con mucho riesgo. Casualidades imponderables entorpeciendo la remisión... Me entero del éxito. ¡Libertad! ¡Qué alivio! —un gran artículo publicado contra mí en “Literaturka” (26.6.68) pasó cual cosa de humor, cual una nube de verano, voluminosa pero no terrífica. Lo veo por encima buscando golpes sensibles— y no encontré ninguno. Nadie vio mi punto vulnerable: lo de estar en contra de publicar El círculo (Primer círculo. —N.Ya.)—, y es que yo no objeté ni protesté — ¿Por qué?... No es luchador aquel que se impuso, sino el que supo escabullirse”.

En vano hace payasadas Solzhenitsyn y denigra a todo el mundo. En aquel entonces se lo trataba como literato principiante, que daba sus traspiés, pero literato, al fin. ¿Quién podría estar enterado de sus asuntos secretos? Se polemizaba con él, se disentía de él, pero lo estaban haciendo en el marco de las relaciones normales entre personas decentes. Sí, difícil era ver detrás de la máscara de “mártir” a un individuo de mentalidad criminal. Solzhenitsyn lo comprendía perfectamente y se esforzaba al máximo por llevar esa máscara el mayor tiempo posible. “El significado de la clandestinidad —instruye la UPT— no estriba en su dimensión numérica, sino en su dimensión política”. De aquí emana “el reconocimiento de la admisibilidad, y a menudo, de la necesidad de enmascararse”. La publicación entonces de El Archipiélago significaría quitarle la máscara a Solzhenitsyn, y éste, entretanto, tenía nuevos y más ambiciosos planes.

Algunos se inclinaban a pensar que el tema de los centros penitenciarios era una obsesión de Solzhenitsyn; y él, sin embargo, pensaba algo bien distinto. El año 1968 lo marcó un determinado jalón: “En aquel entonces cumplí cincuenta años; y esto coincidió con un hecho en mi trabajo: ya no escribía más de los centros penitenciarios, también había terminado todo lo demás, tenía por delante un trabajo nuevo, enorme: una novela sobre el año 17 (para unos diez años, como me lo había imaginado al principio)”. Este era su “principal” trabajo, en comparación con el cual, todo lo escrito antes era nadería, para ganar fama apenas, aunque fuera una fama escandalosa.

La escasez de producciones literarias —cualesquiera que fueran— la CIA y Solzhenitsyn deciden compensarla con el otorgamiento del Premio Nobel. En su libro, Solzhenitsyn reproduce lo que estuvo machacando entonces a diario entre los suyos, y lo que llegaba de inmediato a conocimiento de la CIA: “A mí me hace falta ese premio. Como un escalón en mis posiciones, en la batalla. Cuanto antes lo obtenga, más firme me sentiré, más fuerte golpearé... Ojalá llegue a la tribuna del Nobel, para tronar”. Por cierto, en sus innumerables conversaciones sobre los plazos de otorgamiento del codiciado premio, dice: “El 70 era para mí el último año en que el Premio Nobel aún me era necesario, aún me podía ayudar. De ahí en adelante,empezaría a combatir sin él”. ¿Por qué precisamente el año 1970? Porque en 1971 correspondía publicar Agosto de 1914, el primer tomo de la novela que había pensado escribir. Por consiguiente, había que publicarlo estando él ya con el nimbo de laureado Nobel.

¡Pero quién podía pensarlo! No obstante, en efecto, en 1970 le adjudicaron a Solzhenitsyn el Premio Nobel por todas sus obras publicadas hasta entonces. Es cosa de maravilla. Un milagro de esos que no están al alcance de la razón humana. Es así y no de otra forma, explica Solzhenitsyn, “solamente ahora, no, solamente hoy comprendo cuán asombrosamente fue guiando Dios esta tarea hacia su cumplimiento”. Si en efecto es así, no hay nada más que averiguar: cualquier reclamación, diríjasela a las fuerzas supremas que escogieron a los señores suecos como instrumento de su voluntad, pero recuérdese también a la CIA...

Pues bien, a reglón seguido del Premio Nobel, tronó Agosto de 1914, que defraudó las esperanzas de su autor, pero puso de manifiesto su credo: antipatriotismo, autoritarismo y cosas por el estilo. Cuando aparecieron reseñas llenas de indignación y referencias negativas, Solzhenitsyn no pudo dejar de concluir: “Ya a partir de Agosto comienza la escisión entre mis lectores, comienzan a mermar mis partidarios, conmigo quedan menos que los que se marchan. En mis primeras obras me enmascaré... Con mis siguientes pasos habría de revelarme inevitablemente”. El Premio Nobel no pudo engañar a la gente honrada. La escaramuza Agosto de 1914 fracasó.

Ellos, el autor y sus valedores, se atemorizaron porque aquello podía tener consecuencias negativas para el desenfrenado antisoviético, por lo que unos corresponsales estadounidenses en Moscú —G. Smith de The New York Times y R. Keiser de The Washington Post—, entrevistaron a Solzhenitsyn. El encuentro fue montado con todos los rituales de la clandestinidad. Había que mostrar al mundo entero que la visita de los extranjeros al autor constituía una verdadera hazaña. Acaso las palabras de Keiser, uno de los “héroes” de ese encuentro secreto se presten mejor para describir la idiotez de cuanto sucedió después. En su libro editado por primera vez en los EE.UU. en 1976, Keiser se franqueó con sombría seriedad:

“En aquel entonces, ese asunto parecía peligroso y despertaba no pocas preocupaciones. No sabíamos qué nos esperaba (la expulsión parecía del todo factible) a nosotros y qué esperaba a Solzhenitsyn. He aquí cómo lo escribí hace tres años, corrigiéndolo sólo por arriba al cabo de tres años:

“Se nos dijo que lleváramos grabadoras y cámaras para grabar la entrevista y tomar fotos de Solzhenitsyn con su familia, para la posteridad. Se nos advirtió que fuéramos sin llamar la atención. Envolví la grabadora y la cámara fotográfica en números viejos de Pravda y las metí en un bolsito, de los calados que los rusos acostumbran llevar en los bolsillos. Me puse un pantalón vaquero y una chaqueta amarilla gastada, muy usuales entre los estudiantes de la Universidad de Moscú, y salí de mi apartamento a las 10 de la mañana.

“Primeramente me dirigí a la embajada a informar de mis intenciones al cónsul. Esas medidas de precaución las habíamos acordado antes. Si no sabía de nosotros antes de las 7 de la noche (eso se lo escribí en un papel que le pasé por encima de la mesa), él debía dirigir una interpelación oficial. Ambos llevábamos en Moscú sólo siete meses y no estábamos seguros de nuestra condición. Tomamos aquellas precauciones conscientes de que si algo pasaba, jamás nos lo perdonaríamos. Lo de si eran necesarias esas precauciones o no, estaba por verse. De la embajada fui a una panadería y compré dos panes. Luego, tal como habíamos acordado, fui montando de ómnibus
en ómnibus para comprobar si me seguían o no. No noté nada sospechoso.

“Me encontré con Rick (Smith) en la esquina del edificio donde vivía Solzhenitsyn en la calle Gorki, y nos acercamos al portal. Allí vimos a un policía junto a entrada... Nos metimos enseguida en el patio, dimos la vuelta a la manzana y nos acercamos al portal por la dirección contraria... El policía se había marchado. Entramos en el portal. Delante de nosotros estaba la puerta del apartamento de Solzhenitsyn; pero, allí, junto al ascensor, había una mujer. Aguardamos un rato hasta que montó en el ascensor. Sólo entonces tocamos el timbre. Se oyó descorrer el cerrojo, y la puerta se entreabrió asegurada con una cadenita. Detrás de la puerta apareció una barba en desorden. Nos miró detenidamente y nos dejó entrar. Estaba tan agitado como nosotros, por lo que tuvimos que presentarnos dos veces.

Las cortinas del apartamento estaban corridas... De repente, nos entregó un fajo de papeles que resultaron ser La entrevista para “The New York Times” y “The Washington Post”... Comprendimos que nuestras preguntas no le interesaban. Se proponía entrevistarse a sí mismo. Rick se puso nervioso. Siempre estaba preocupado de que fuéramos a caer en una trampa: hacer nosotros lo que Solzhenitsyn quería, y no al revés”.

No sin trabajo, los avispados periodistas persuadieron a Solzhenitsyn de que aceptara sus reglas de juego. Tuvo lugar una charla de cuatro horas, durante la cual todos tuvieron bastante miedo. Al fin, la entrevista terminó. Smith y Keiser salieron a la calle y montaron en un coche que la esposa de uno de ellos había parqueado cerca. ¡Había que alejarse lo antes posible del peligroso lugar! Pero al doblar la esquina, un violento golpe: con su auto había chocado un taxi...

“Oí gritar a Rick: ¡Agárralo todo y corre, corre! Yo había pensado lo mismo, y agarrando nuestro equipo y el único y valiosísimo ejemplar de la entrevista, salí del coche, salté a un trolebús y desaparecí” —termina de describir Keiser las peripecias de aquel memorable día. Poco tiempo después, los periodistas se enteraron de que aquel accidente no había sido ninguna “encerrona”.

De esa forma se organizaban los contactos entre Solzhenitsyn y los representantes del “mundo libre”. Estos últimos se daban perfecta cuenta de que abusaban de su situación oficial, dedicándose a asuntos nada loables. Pero, bueno, a cada cual, lo suyo. Los sobrinos pobres del periodismo cumplían misiones a su alcance, mientras que los tíos ricos en Washington se encargaban de aquello para lo que sólo ellos tenían estatura.

La CIA lanzó al combate su reserva estratégica: a fines de 1973 se publica en Occidente El Archipiélago, La CIA desata una estrepitosa campaña propagandística.

El libro nada tiene que ver con la literatura, es una nueva jugarreta en la guerra psicológica. Actuando cual un experto provocador, Solzhenitsyn se mete de lleno en una política de baja calaña. Embriagado con su Premio Nobel, se sintió por las nubes: “Ahora es cuando puedo hablar de igual a igual con el Gobierno. No hay nada vergonzoso en eso: he ganado posiciones fuertes y desde ellas hablaré. No cederé nada, pero les propondré que cedan”.

Con una altanería difícil de describir, plantea diversas exigencias en aparatosas declaraciones que son publicadas en Occidente y son transmitidas por radio a la Unión Soviética en ruso. Ahora admite orgulloso haber establecido hace tiempo estrechos contactos con diversas “voces radiales” de Occidente. Cualquier cosa que Solzhenitsyn hacía llegar a esas emisoras era incluida enseguida en los programas radiales transmitidos con destino a la URSS.

Echa el resto por movilizar, por instigar a Occidente a una campaña antisoviética. Un pensamiento “me persigue: cómo conmocionar a Occidente”. Socavar a la URSS por dentro, por todos los medios posibles, y entretanto la campaña antisoviética irá ganando vigor. Acabar con esa situación en que “Occidente está casi arrodillado ante ellos”. Voceros reaccionarios de la prensa y la radio apoyaron el torrente de insinuaciones y calumnias que procedía de Solzhenitsyn. Este, muy satisfecho de sí mismo, resumía: “Aún no se habían secado mis entrevistas y artículos con amargos reproches a Occidente por su debilidad e insensibilidad; pero ya se volvieron obsoletos: Occidente se sintió agitado y conmocionado de manera inaudita”. Considera incluso que la campaña desplegada era por su vigor “inesperada para todos, hasta para el propio Occidente que hace mucho no había demostrado tan masiva intensidad dirigida contra el país del comunismo”. Lo de “masiva” está hiperbolizado, naturalmente; pero, sí, es cierto que se había invertido en la campaña los considerables recursos propagandísticos y financieros de que disponen la CIA y otros servicios especiales de Occidente.

Las acciones de Solzhenitsyn tuvieron por lógico final su expulsión de la Unión Soviética para juntarlo con quienes lo mantienen.

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