martes, 11 de enero de 2011

Fordlandia: Auge y caída de la olvidada ciudad de Henry Ford en la selva


Casi desconocido, el empeño de Henry Ford por crear una fábrica en medio de la Amazonía en 1927 (que menciona David Harvey en su reciente The Enigma of Capital) es buena muestra de un utopismo industrial capitalista de corte autoritario, con algunos rasgos delirantes a medio camino entre el realismo mágico latinoamericano y la extravagante épica amazónica que reflejan películas como Fitzcarraldo, de Werner Herzog, o La costa de los mosquitos, de Peter Weir. Kevin Rushby reseña el último libro de Greg Grandin: Fordlandia: The Rise and Fall of Henry Ford's Forgotten Jungle City.


Volvamos a una época anterior al tiempo en que la frase "visión empresarial" suponía estampar un logotipo sin sentido en una camiseta de fútbol; tan atrás que las empresas multinacionales aún no habían devastado grandes extensiones del globo para satisfacer una avaricia egoísta. A aquellos tiempos en que la palabra "banquero" no producía arcadas de la náusea...no, no, un momento, nos hemos ido demasiado lejos, vayamos un poquito más adelante. Justo. Estamos a principios del siglo XX y Henry Ford ha descubierto que se precisan 7.882 operaciones para hacer un coche, un tercio de ellas lo bastante sencillas como para que las ejecute "un hombre con una sola pierna". Al poco, la primera cadena de montaje del mundo comienza a producir a mansalva más de quinientos vehículos diarios del Modelo T, cada uno copia exacta del anterior, "del color que usted quiera, siempre y cuando sea negro". Ford está a punto de lanzarnos a una época de trabajo alienado, de ciego aburrimiento robótico, y acaso lo más importante en nuestro ambiente actual, de arrogante e irrestricto poder empresarial. No es que lo sepa; en realidad, piensa que nos dirigimos hacia algo muy distinto.

Una de las sorpresas del nuevo y absorbente libro de Greg Grandin es lo muy equivocado que andaba el gran industrial. La mente de Ford iba a grandes pasos hacia un nuevo amanecer en el que se integrarían la industria y la agricultura. Sus trabajadores golpearían el metal, pero también cultivarían verduras en comunidades de pequeños núcleos urbanos, no de grandes ciudades. Sus elevados salarios les permitirían comprarse automóviles – los mismos que él fabricaba- ...y tener tiempo para cuidar del jardín. Serían libres y felices, como solían serlo los norteamericanos, permitiéndose saludables bailes tradicionales y nutritivas comidas supervisadas por Ford. Tal como apunta Grandin, este pionero fabricante de coches era un hombre con una visión utópica del futuro firmemente enraizada en un pasado nostálgico, y se trataba de una visión de cuya materialización estaba absolutamente seguro: él esperaba resultados, aunque se tratara de manufacturar el paraíso.

Este giro inusual en el avance del utopismo de Ford provenía del aumento de la demanda de caucho tras la I Guerra Mundial. Con un entusiasmo fatalmente desinformado, sus asesores señalaron Brasil, cuna del árbol del caucho, ­Hevea brasiliensis, y evidentemente el mejor lugar para cultivarlo, o eso pensaban ellos. De hecho, el éxito del caucho en el Sudeste asiático se debía en buena medida a la ausencia de plagas naturales, algo que se daba en abundancia en su territorio de origen.

Hacia 1927 adquirió una parcela de 5.625 millas cuadradas junto al Tapajós, un afluente del Amazonas, y llegaron sus hombres a edificar el sueño. A algunos les parecía un simple empeño económico destinado a producir una mercancía, pero a Henry Ford, no. Era la oportunidad de crear una comunidad perfecta, lejos de las complejidades de la sociedad norteamericana.

El relato de Grandin de los acontecimientos que sucedieron a continuación muestra una enorme destreza, reuniendo testimonios de primera mano y documentos de la empresa automovilística Ford en un relato apasionante, repleto de algunos detalles asombrosos. Entre las obsesiones de Ford se contaba, por ejemplo, su odio a las vacas, una pasión que le condujo a adoptar la soja como alimento del futuro. Servía cenas totalmente elaboradas con dicha harina, desde croquetas, queso y café hasta, inevitablemente, galletitas saladas. Trató incluso de construir un coche a base de soja, proyecto rápidamente desechado cuando se vio que el vehículo producido apestaba a formaldehído. Si esto parece cómico, el tono pronto se vuelve más sombrío. En la batalla de la selva contra la optimista determinación norteamericana capaz de todo sabemos que habrá bajas.

Un elemento significativamente ausente en los primeros pasos de Ford en la jungla fue la ciencia. No se consulto a ningún agrónomo o botánico, tal era la arrogancia y el poder de la Ford Motor Company que no se consideraron necesarios. También el saber local brillaba por su ausencia: se transportaron viviendas como las que se construían para las familias norteamericanas que trabajaban duro, junto con sus tejados de hierro. Los trabajadores de los bosques y aldeas de la zona, atraídos por los elevados salarios, se cocieron más rápido que las obleas de galleta (hechas de soja, naturalmente).

En el fondo de todo anidaba la obsesión cuasi religiosa de Ford por crear una arcadia industrial. Se trataba de una obsesión que se hizo mayor con la edad, que le llevó a erigir pequeños asentamientos en los bosques de la Península Superior de Michigan, donde él en persona enseñaba a los niños bailes anticuados como la ­varsovienne [varsoviana] y la quadrille [cuadrilla de contradanza]. Se suponía que sus padres serían "granjeros-mecánicos", cómodos igualmente en el aserradero y el jardín florido. En Greenfields hizo construir un modelo perfecto de ciudad museo de la vida norteamericana, un lugar en el que establecer su ingente colección de piezas históricas, todo, desde el último suspiro de Edison guardado en un frasco de cristal hasta la casa misma de la niñez de Ford. El lugar, como apunta Grandin con perspicacia, revela "un profundo hastío (..) una desconfianza hacia los destellos del consumismo que se había adueñado de la economía norteamericana", consumismo de cuya concepción Ford era en buena medida responsable, por supuesto.

En Brasil, país que nunca visitó, también aspiraba a la perfección. Su decisión de que los empleados siguieran la alimentación que él consideraba apropiada en el comedor de la plantación provocó una grave revuelta en 1930 que destrozó el asentamiento. No importó: los norteamericanos volvieron con renovado celo, plantando vastas zonas de árboles de caucho, abriendo carreteras, construyendo pequeñas y ordenadas hileras de casas, y organizando entretenimientos para apartar a los hombres del lugar de los deleites carnales de los burdeles vecinos. Todos los entretenimientos, por supuesto, debían tener el visto bueno de Ford: se construyó un campo de golf porque "los golfistas nunca miran atrás"; se dio inicio a un concurso del "mejor jardín hogareño"; se animó al salón de baile a organizar bailes norteamericanos tradicionales (nada había desde luego nada de esos "bailes sexuales" que arrasaban en los Estados Unidos, fenómeno que del que Ford culpaba, estrambóticamente, a los judíos). Había preparado un manual de baile: "No debía haber contacto físico", escribe Grandin, "salvo con el índice y el pulgar, que debían tocar la cintura de la mujer como si 'agarrasen un lápiz' ".

Entre toda esta ingeniería social cuidadosamente coreografiada, casi se olvidaba a veces el negocio del caucho; Fordlandia se había convertido en una misión, y bien cara. La razón del fracaso económico fue sencilla: las orugas. En cuanto llegaron a su madurez los árboles de la plantación y las copas se tocaron, el resultado fue un cataclismo. Plagas que normalmente podían contenerse gracias a la distribución natural de los árboles del caucho – ejemplares aislados a kilómetros de distancia – podían ahora entregarse a una orgía de destrucción. Los trabajadores intentaron mantener a raya a las orugas: en una operación llegaron a recoger 250.000 a mano. No supuso gran cosa: la plantación estaba condenada.

Hacia 1945, la misma Ford Motor Company no se encontraba en mejor forma. Ford estaba senil, su hijo Edsel había muerto, y todo el tinglado estaba en manos de un matón llamado Harry Bennett. Cuando llegó el nieto de Ford, Henry Ford II, reclamado de la Marina, no se encontró con un moderno centro motriz industrial sino con un laberinto medieval de corrupción y coacción. Haciendo limpieza de los establos de Augias, Henry II, sabiamente, abandonó Fordlandia. De la noche a la mañana, sus moradores norteamericanos hicieron las maletas y se marcharon, dejando que los lugareños se las arreglaran solos.

El gobierno brasileño la mantuvo con vida durante algún tiempo, pero finalmente cejó. Operaban fuerzas de mayor enjundia en la Amazonia. En un conmovedor y desolado final, Grandin describe cómo las fuerzas de madereros, cultivadores de soja y ganaderos rancheros estrangularon toda esperanza en la zona. El primitivo sueño de Ford había consistido en liberar al hombre corriente de la tiranía y el trabajo penoso mediante sueldos decentes, pero hoy día las fábricas de Ford están deslocalizadas en Méjico, donde los salarios son ínfimos. "La pobreza", escribe Grandin, "no es sólo una consecuencia sino un componente necesario de este nuevo sistema de austeridad permanente".

Es este un libro espléndido, un despiadado desenmascaramiento del idealismo extraviado a la vez que un detallado estudio de las fuerzas económicas que lo impulsaban. Los escasos residentes envejecidos que quedan en Fordlandia no han perdido todavía la esperanza de que retorne de algún modo el espíritu de Henry Ford y haga revivir su ciudad. Tal parece que lo único peor que una multinacional visionaria es lo que ahora tenemos: multinacionales sin otra cosa que dinero.

Kevin Rushby, columnista del diario The Guardian (en la sección Grumpy Green, “verde gruñón”) y colaborador de la Saturday Review, es autor de cuatro aclamados libros de viajes, entre los que se cuentan Hunting Pirate Heaven, una investigación de las utopías piratas del Océano Índico. Su libro más reciente es Paradise: A History of the Idea That Rules the World, un relato histórico de la búsqueda humana de perfección a lo largo de los siglos.

Tomado de Sin Permiso, traducción de Lucas Antón

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