III
E. J. Hobsbawn califica la dicotomía entre sociedad tradicional y sociedad moderna como tosca y ahistórica [nota: HOBSBAWN, E. J. y ALAVI, H. «Los campesinos y la política. Las clases campesinas y las lealtades primordiales», Anagrama, Barcelona, 1976.] El principal inconveniente de este autor al empleo del término «sociedad tradicional» en contraposición al de «sociedad moderna» reside en que tal calificación presupone, por parte de quienes emplean esté concepto, la consideración de la misma como un todo uniforme y estático a la vez que inmutable. El empleo del concepto «sociedad tradicional», en el sentido con el que aquí es utilizado, no implica ninguna de estas consideraciones.
La utilización de este concepto es por principio conflictiva y exige un mínimo de concreción. Veamos qué entendemos por «tradición» y por «sociedad tradicional» en general, y posteriormente porqué lo aplicamos a la Unión Soviética. Podemos considerar como tradición todos aquellos elementos del legado sociocultural (costumbres, ideas, valores morales y espirituales, normas de conducta, usos sociales, formas de trabajo, etc.) históricamente formados en el seno de una formación social determinada, que se mantienen durante largo tiempo en el seno de la misma. Este legado se caracteriza por su lento proceso de formación. El tiempo y la experiencia determinan la incorporación y la supervivencia de sus elementos. La tradición se transmite de generación en generación y es siempre el punto de referencia que legitima y da validez tanto al presente corno al futuro.
Por sociedad tradicional, en general, podemos considerar aquella formación social en la cual la tradición se convierte en el elemento fundamental que determina su funcionamiento. Una sociedad tradicional no es estática e inmutable, sólo que la transformación y evolución de sus diversos elementos que componen su legado tradicional evolucionan lentamente (o quizá sería mucho más oportuno decir que el ritmo de evolución es diferente al que, como miembros de las sociedades modernas, éstas nos tienen acostumbrados), ya que los elementos de innovación, para ser admitidos en el corpus general de la tradición, deben ser lo menos contradictorios con el pasado. No obstante, los cambios radicales y la incorporación de nuevos e incluso contradictorios valores ocurren de tiempo en tiempo. Las sociedades tradicionales tienen formas específicas de percibir la historia, el tiempo, la relación del hombre con la naturaleza y las relaciones de los hombres entre sí. La historia es mítica. Todo acontecimiento histórico se reconoce en un acto primordial que lo legitima y del cual es repetición. En este sentido, el papel del héroe es fundamental a la hora de formar la memoria histórica de las sociedades tradicionales. La acción del héroe contemporáneo es reconocida en su arquetipo y este reconocimiento, esta repetición del arquetipo, es lo que le da validez y legitimación: «Para las sociedades tradicionales, todos los actos importantes de la vida corriente han sido revelados ab origine por dios o héroes. Los hombres no hacen sino repetir infinitamente esos gestos ejemplares y paradigmáticos» [nota: ELIADE, M. «El mito del eterno retorno», Alianza, Madrid, 1989, p. 38.]
También es peculiar de las sociedades tradicionales una concepción cíclica del tiempo que permite una regeneración continua del hombre y de su sociedad con el reinicio de cada ciclo. Así los hitos que marcan el comienzo y el fin de los ciclos adquieren una categoría religiosa. En general estos hitos, en cuanto asociados a las actividades básicas del hombre, matrimonio, cosechas, conflictos, etc., dan a los mismos un carácter religioso. En tanto que estas actividades están relacionadas con la naturaleza y los ciclos naturales, la relación del hombre con la naturaleza adquiere una relación especial. El hombre es parte de la naturaleza en tanto en cuanto su vida, y no sólo la material, sino también la espiritual, está estrechamente relacionada con ella. Su actitud es de adaptación y colaboración frente a la de dominación y explotación del hombre moderno. Por último, señalemos el carácter dependiente de los hombres de las sociedades tradicionales. No son libres en el sentido que en Occidente se emplea el concepto «libertad». Ellos establecen relaciones de dependencia personal que los vinculan entre sí a diversos niveles: familia, clan, tribu, etnia, comunidad religiosa. En ellos el individuo está supeditado al colectivo, al grupo, que al tiempo que lo protege se protege a sí mismo, tanto de la naturaleza hostil como de otros grupos humanos.
IV
La ideología del capitalismo se articula, fundamentalmente, alrededor de la crítica del pasado y de la tradición. La lucha contra la tradición es una de las principales responsabilidades que tomó sobre sí la nueva ciencia desde los albores de la modernidad europea. En la URSS de la industrialización, la elaboración de sus soportes ideológicos tiene un carácter dualista en cuanto a la crítica y la negación del pasado se refiere. La experiencia del socialismo, en cuanto propició la incorporación de Rusia a la civilización industrial, ha hecho presuponer, haciendo una asimilación a la experiencia occidental poco afortunada, la destrucción más o menos efectiva de los vestigios de la sociedad tradicional. Esta consideración parte del principio según el cual industrialización y sociedad tradicional son incompatibles. El referente ideal de esta supuesta incompatibilidad es la experiencia europea. Pero esta experiencia es un caso concreto de industrialización. En el caso soviético el proceso es diferente y la sociedad tradicional, punto de partida de la industrialización, no sólo se convirtió en un obstáculo, sino que fue su sostén más importante. Esto el mismo tiempo no significa una complementación ideal, exenta de contradicciones y conflictos, y una transposición de esta sociedad tradicional a la Unión Soviética industrializada sin sufrir ningún tipo de alteraciones y adaptaciones.
Existe un viejo debate en la historiografía occidental en torno al concepto de estalinismo. A través de este debate se trató de determinar el grado de desviación que de las pretensiones revolucionarias iniciales supuso la práctica del «socialismo real» en la URSS durante los treinta años que coincidieron del estalinismo como una continuación del bolchevismo y de la revolución, o como una deformación de éstos. El resultado estaba en relación directa con la actitud política de los autores o de las escuelas y corrientes de investigación a las que pertenecieran. Así, la sovietología norteamericana, salvo excepciones, en su ansia por la crítica al comunismo y al marxismo, identifica como un solo proceso bolchevismo y estalinismo. De la crítica y condena del estalinismo se deduce automáticamente la crítica de la Revolución de Octubre, de la idea del comunismo, etc., con lo que esto tenía de significativo para la condena del movimiento obrero internacional y de los movimientos de liberación nacional actuantes en el Tercer Mundo.
En el otro extremo de la balanza se situaron aquellos que tenían un especial interés en salvar de esta crítica la idea de la revolución, el marxismo cómo teoría, etc. En esta actitud tenemos el ejemplo del movimiento comunista europeo y occidental, vinculado fundacionalmente a través de la III Internacional con la Revolución de Octubre. Así, las críticas de algunos partidos comunistas europeos y los intentos de elaboración de un «eurocomunismo» fueron en esta dirección. En el caso de los eurocomunistas encontrarnos todas las formulaciones de una nueva política nacional e internacional distanciada de la URSS (en la mayoría de los casos evolucionó hasta una verdadera y visceral actitud antisoviética) basada en la crítica de la política estalinista y de la intervención soviética en Europa central (Checoslovaquia, Hungría, etc.) y una recuperación de los valores de la democracia occidental, incorporada a la política de partido, realizada por los comunistas italianos, a los que se les unieron españoles y franceses en el lema «socialismo en libertad» [nota: Sobre la formulación de la política del eurocomunismo y su distanciamiento del socialismo soviético, véase NAPOLITANO, G. «La alternativa eurocomunista», Blume, Barcelona, 1977.] En el caso de los historiadores, son numerosos los que tratan de salvar la idea de revolución y de socialismo de toda posible vinculación con el estalinismo. Tomemos por ejemplo la declaración de principio realizada por el historiador Michal Reiman en el primer capítulo de su libro sobre el origen del estalinismo: «No comparto la opinión de que el origen del estalinismo pueda atribuirse al conjunto de las ideas socialistas que acompañaron a la Revolución de Octubre y que la historia de la URSS pueda interpretarse desde el primer momento como un proceso de evolución rectilínea en dirección a la meta del estalinismo. Ciertamente, en las teorías de los bolcheviques había algo que favoreció la degeneración de la forma de Estado y sociedad en la URSS. Pero no creo, en cualquier caso, que ese algo debe identificarse con la teoría e ideología socialista como tal» [nota: REIMAN, M. «El nacimiento del estalinismo», Crítica, Barcelona, 1982. ]
Durante la perestroika, la propia concepción de ésta como una revolución y su identificación con el pasado revolucionario ejemplificado en la Revolución dé Octubre y, al mismo tiempo, la necesidad de una negación de la experiencia del socialismo real como causante de toda una serie de desastres que condujeron a la situación de estancamiento obligó en un principio, mientras fue necesario a los intereses de los arquitectos de la perestroika, a trazar una línea divisoria entre estalinismo y bolchevismo. El leninismo, la NEP y sus defensores, como el caso de Bujarin, se convirtieron en los referentes revolucionarios de la perestroika mientras a ésta le fueron útiles.
En este sentido, en las páginas de las principales revistas de la Unión Soviética tuvieron acogida durante la perestroika numerosos artículos en los cuales se analizaban las relaciones entre bolchevísmo y estalinismo y diferentes aspectos relacionados con la formación y evolución de este último. Además de los especialistas soviéticos, participó en estos debates algún que otro historiador extranjero. En uno de estos artículos, el historiador S. Cohen traza también una línea divisoria entre bolchevismo y estalinismo, pero introduce otro factor interesante. A la hora de explicar estas diferencias, Cohen apunta hacia la necesidad de tomar en consideración el peso del pasado más reciente de la historia rusa en los aspectos relacionados con la movilización de las masas, el culto a la personalidad o el carácter del Estado ruso, etc. Es decir, la pervivencia de elementos del carácter tradicional de la sociedad rusa, que da como resultado el carácter dualista (modernización/tradición) del estalinismo: «Cierto, naturalmente, que la política estalinista fue dada sobre rasgos esenciales de la que viene en llamarse modernidad, incluyendo la industrialización, el progreso técnico y la alfabetización masiva. Al mismo lempo, también es cierto que el estalinismo engendró otros fenómenos importantes en la vida económica, social y política, los cuales pueden ser considerados no modernos y progresivos, sino conservadores e incluso regresivos (...) Estas características (...) tienen mayor relación hacia el pasado de Rusia que hacia el modelo occidental de modernización (...) En este contexto se presenta como erróneo interpretar toda la cultura social y política del período estalinista sólo como producto de la censura estatal y de la represión. En un significativo nivel, la cultura estalinista (...) tenía, por lo visto, profundas raíces sociales» [nota: COHEN, S. «Bol’shevism i stalinism» en «Voprosi Filosofii», nº 7, Moscú, 1989, pp. 46-72. ]
Probablemente sería más oportuno no trazar una línea divisoria que pueda resultar artificial y presentar más tarde problemas para la explicación de fenómenos en los que se ponen en estrecha relación estalinismo y bolchevismo. En nuestra opinión, el debate entre continuidad o deformación encierra en sí otro conflicto más profundo, el de la ruptura o continuidad de las estructuras tradicionales de la sociedad soviética en su proceso de industrialización.
El bolchevismo no fue un movimiento homogéneo. En su seno tuvieron cabida diferentes concepciones sobre la modernización de la sociedad rusa y sobre el camino que a ella conducía. Existía en la Rusia del cambio de siglo un fuerte debate en torno a este terna. Eslavófilos y occidentalistas mantenían enfrentamientos interminables en defensa de sus presupuestos teóricos. El gran problema para la opción nacional o eslavófila devenía de la dificultad de asimilar la industrialización en tanto en cuanto ésta, a través del único modelo hasta ese momento conocido, el del capitalismo, representaba una agresión definitiva que destruiría el mundo tradicional que ellos se empeñaban en salvaguardar. En un proceso complejo, puede considerarse que el bolchevismo realizó una función de síntesis. Negando en un principio el factor nacional que representaba el campesinado, promoviendo la lucha de clases en el campo para acabar con los restos de lo que Lenin llamaba feudalismo, desarrollando una fuerte lucha política contra los grupos populistas, el bolchevismo miró hacia el movimiento obrero, hacia la industrialización, hacia la lucha de clases como motor político, hacia el cambio. El bolchevismo no sólo no aceptaba la industrialización, sino que la exigía. El primer paso estaba dado. La incorporación del campesinado al bolchevismo tras la Revolución de Octubre y durante la guerra civil [nota: El grado de adscripción del campesinado a la Revolución es un tema todavía no resuelto. SHANIN, T. («La clase incómoda», Alianza, Madrid, 1983) habla de las resistencias del campesinado a participar tanto en los nuevos órganos de poder local como en las organizaciones partidarias, las cuales a través de informes y comunicados a instancias superiores del partido muestran la precariedad de medios humanos con que cuentan, así como la poca receptividad de los campesinos a la política del partido. Este es un aspecto del problema visto desde una óptica cuantitativa, pero en este caso nos interesan más los aspectos cualitativos de la participación campesina. Si la participación política del campesinado tuviésemos que medirla en proporción al número de sujetos que intervienen en ella en relación con el porcentaje total de población que representan los resultados, entonces éstos serían desalentadores, ya que el 90 por 100 de la población rusa de la época eran campesinos. La incorporación política del campesinado debemos medirla por la participación activa en la vida política y cultural del país de un número cada vez más elevado, y al tiempo influyente, de nuevos cuadros que provenían del ambiente rural. Los vehículos para esta incorporación fueron diversos: el partido, el KOMSOMOL, el ejército, etc. La presencia de todos estos nuevos cuadros que traían desde sus lugares de procedencia una fuerte presencia de su concepción del mundo campesina fue haciéndose cada vez más importante, en especial cuando después de los enfrentamientos políticos entre las facciones del partido se alejó de los órganos de dirección a la mayoría de los viejos cuadros formados en la tradición socialdemócrata.] unificó en su seno lo que se manifestaba en el resto de movimientos sociales y de partidos políticos. El estalinismo es una continuación del bolchevismo en la medida que el bolchevismo, como movimiento, como cultura, desarrolló en su seno varias opciones y tendencias de desarrollo. El estalinismo no es sólo el poder de Stalin, es la evolución de una de esas opciones internas del bolchevismo que consiguió unir las necesidades y deseos de la industrialización con la pervivencia de las estructuras tradicionales del mundo campesino.
La percepción de los rasgos tradicionales o nacionales del bolchevismo es común a diversos autores. A. Rosemberg, en su historia del bolchevismo, en la búsqueda de argumentos en su negación del carácter socialista de la Unión Soviética, señala que Lenin, con la formulación de la idea de las cooperativas agrarias inicia el camino de vuelta a las teorías narodniki: «Lenin, en 1923, abría con las cooperativas agrarias un camino hacia el socialismo. Así podía ligarse a esas concepciones de Marx, pero a la vez volvía a las teorías de los narodniki. Hay algo de trágico en el hecho: Lenin, luego de haber combatido sin cuartel al movimiento político populista durante treinta años, al final de su propia vida tuvo que acercarse a las concepciones que atacaba. Las necesidades del desarrollo social son más fuertes que la voluntad de las organizaciones de partido (...) Lenin se habría visto obligado a seguir un camino intermedio que, a través del capitalismo de Estado y de los consorcios rurales, condujera a un «socialismo» nacional ruso, de tinte narodniki. Lenin, cuando viejo, estaba preparado para ese camino y Stalin lo siguió» [nota: ROSEMBERG, A. «Historia del bolchevismo», Siglo XXI, México, 1977, p. 161.]
También Ortega y Gasset, en su obra «La rebelión de las masas», señala el carácter nacional del bolchevismo y su lejanía, aun a pesar de todas las pretensiones teóricas, del marxismo como fenómeno, este último específico de Europa: «así en Moscú hay una película de ideas europeas -el marxismo- pensadas en Europa en vista de realidades y problemas europeos. Debajo de ella hay un pueblo, no sólo distinto como materia étnica del europeo, sino -lo que importa mucho más- de una edad diferente que la nuestra. Un pueblo aún en fermento, es decir, juvenil (...) Yo espero un libro en el que el marxismo de Stalin aparezca traducido a la historia de Rusia. Porque esto lo que tiene de ruso es lo que tiene de fuerte y no lo que tiene de comunista» [nota: ORTEGA Y GASSET, J. «La rebelión de las masas», Revista de Occidente, Madrid, 1968, p. 204.]
Pero no sólo autores extranjeros percibieron o perciben en la actualidad la existencia de un carácter tradicional en la sociedad rusa. Berdiaev, en su obra sobre los orígenes del comunismo ruso [nota: BERDIAEV, N. «Istoki i smyal russkogo kommunizma», Nauka, Moscú, 1990.], identifica perfectamente las fuentes nacionales de las que se nutre el comunismo ruso. El carácter religioso en la concepción del Estado, la fuerte presencia del ascetismo religioso ortodoxo, el carácter dualista que marca a la intelectualidad rusa del siglo XIX en sus debates entre occidentalistas y eslavófilos son para Berdiaev algunos de los componentes básicos del comunismo ruso. Elementos que tienen su origen en el carácter tradicional de la sociedad rusa y que además, al convertirse el bolchevismo en el movimiento que dirigirá el proceso de modernización de la Rusia del siglo XX, este se realizará bajo la influencia de ese tradicionalismo del que se nutre.
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